En Almería solíamos decir que el mejor mes para disfrutar de la playa era septiembre porque se quedaba medio vacía y porque era cuando el mar alcanzaba la temperatura idónea para bañarse.
Después llegaba septiembre y nos descolocaba con sus pinceladas de verano perfecto y con los primeros amagos del otoño que ya se intuía en el calendario. En Septiembre lo mismo te encontrabas con el día más espléndido de todo el verano que con una tormenta de lluvia y de viento que se tragaba la playa.
Septiembre era el mes de los miedos, pero también de las nuevas ilusiones que necesitábamos para digerir sentimentalmente que el verano ya era historia.
Nos daba miedo la vuelta a la escuela, pero lo espantábamos con la ilusión del reencuentro con los compañeros. Nos daban miedo los deberes y la disciplina, pero lo compensábamos con esa válvula de escape que era la calle y los juegos que todos los años, de manera puntual, regresaban después del verano.
En septiembre volvía la liga de fútbol que era el síntoma indiscutible de que todo seguía en orden, que la vida continuaba por ese sendero tranquilo de días de diario y domingos de transistores que habíamos dejado aparcado en junio.
En septiembre tocaba reorganizar la vida después de todas las revoluciones del verano. Volvíamos a tener un horario, a las comidas puntuales, a la tarea que había que terminar si queríamos salir a jugar a la calle, al álbum de estampas que aparecía tan puntual como los libros en los escaparates de las papelerías.
En septiembre recuperábamos los amores imposibles del colegio, que casi nunca iban más allá de un corazón pintado con rotulador en la hoja en blanco de una libreta. La niña que nos gustaba nos parecía otra cuando volvíamos en septiembre.
Los veranos nos cambiaban tanto que teníamos la impresión de que todos los estirones los dábamos siempre en verano. La ropa de invierno se nos quedaba pequeña, mientras que la niña que tanto nos gustaba se nos quedaba grande.
Septiembre llegaba con ese aliento de tristeza que nos dejaba el final de la feria y los últimos días del verano. El lunes después de la feria estrenábamos el otoño sentimental, esa otra estación que pasaba irremediablemente por la vuelta al colegio. Septiembre era ir a ver a los feriantes en retirada y también era las últimas tardes en la playa, cuando nos reencontrábamos con la soledad de los días de diario.
El primer lunes después de la feria la playa se quedaba desierta como si un cataclismo inesperado se hubiera tragado a la gente y esa sensación de soledad inundaba también las calles del centro. Almería mudaba de piel en unas horas, en esa corta madrugada del último día de feria en la que pasábamos de la traca y el toro de fuego a los bares vacíos y a la monotonía de nuestros días cotidianos cuando la vida de la ciudad cerraba a las diez de la noche.
Septiembre era la vuelta a los deberes y era también el cambio de armario. En mi casa mi madre empezaba a desempolvar la ropa de otoño y echaba a lavar las rebecas para quitarles el olor a naftalina. La rebeca era la prenda de nuestro otoño prematuro y a la caída de la tarde, aunque todavía hiciera calor, ya se veían por las calles a las muchachas que llevaban sobre el hombro sus rebecas por si el tiempo refrescaba esa noche.
Había terminado la feria la noche anterior, nos acabábamos de bajar del último cacharro y ya teníamos que empezar a preparar la cartera. El otoño, para muchos niños de Almería, empezaba esa tarde en la que abríamos la cartera y descubríamos que en las libretas nos estaban esperando las cuentas y los copiados que nos habían mandado como tarea para que durante el verano repasáramos lo aprendido. Los días previos a la vuelta al colegio eran los más cortos del año. Mirábamos el almanaque para contar los días y las horas que nos quedaban de vacaciones y en aquel recuento se nos iban los últimos rescoldos de felicidad de aquel último verano.
La tarde anterior al comienzo del curso tenía un poso de despedida y cuando salíamos a la calle a jugar teníamos la sensación de que estábamos cerrando una etapa. Esa noche, mientras nos preparaban la cena, ordenábamos la cartera y la ropa limpia del día siguiente que nos devolvía a nuestra condición de colegiales.
Nunca olvidaré aquel fatídico primer madrugón de septiembre, cuando mi madre se acercaba a la cama y me invitaba a levantarme porque tenía que ir al colegio. Cerraba los ojos con fuerza y pensaba que era solo una pesadilla, que no podía ser cierto, que estaba soñando y que por delante tenía todavía la llanura amplia y despejada de un eterno verano.
El primer madrugón nos alejaba un poco más del verano por mucho calor que hiciera.
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