Un vómito de sangre violento le sobrevino en la cama. Sabía que era el final, allí en Pau (Francia)- llevaba enfermo desde la primavera- y mandó llamar junto a su lecho a toda a la familia. Allí estaba su esposa Catalina y cinco de sus siete hijos. Solo les hizo prometer con serenidad que se mantendrían siempre unidos y lamentó no haber trabajado lo suficiente por la República española. Dejó de respirar don Nicolás a las cinco de la tarde del domingo 20 de septiembre de 1908 cuando sumaba 71 abriles desde que viniera al mundo en Alhama la Seca. Una pulmonía le había dado el golpe definitivo al almeriense más grande de la historia, que pobre nació y pobre murió. Colocaron el cadáver mirando a poniente y entre sus manos cruzadas inundaron el jergón de flores de campo recogidas por el guarda, mientras una lluvia monótona y machadiana golpeaba los cristales del jardín.
La familia Salmerón había alquilado para ese verano el pequeño palacete llamado Ville Les Elfes, al sudoeste de Francia, para recuperar al patriarca de sus afecciones pulmonares, soñando con poder volver a una vida más o menos activa tras sus últimos encontronazos con sus correligionarios políticos, especialmente con Alejandro Lerroux, por haber abanderado la causa del catalanismo moderado. Pero ya no fue posible el regreso.
La noticia de su muerte saltó como una liebre por Madrid, por Barcelona, por Alhama, por toda España: “Salmerón ha muerto, Dios guarde a Salmerón” sentenciaban en el Café Suizo del Paseo muchos de quienes le habían vilipendiado tan solo unos meses antes. Porque Salmerón no fue tan apreciado por todos en su tierra como parece que es ahora que los vemos como inmóvil paseante por la Puerta Purchena. En dos ocasiones se presentó por esta provincia -en 1869 y en 1891- para ser diputado al Congreso y en las dos fue ignorado por sus paisanos, teniendo que llegar a la Carrera de San Jerónimo con un acta de Badajoz.
En el balcón del Ayuntamiento de Almería, al conocerse el desenlace, ondeó la bandera de España a media asta y los viejos republicanos fueron a llorar como niños a la redacción de El Radical. En Barcelona también hubo consternación y se anunció la suspensión de las fiestas de La Merced en señal de duelo.
El alcalde de Alhama, Antonio Delgado, envió un telegrama de pésame a la familia, al igual que hizo el Gobierno, partidos políticos y organizaciones republicanas de Europa y América. El cuerpo del excelso gobernante fue embalsamado con dificultad por el estado deteriorado de sus venas y arterias y la familia mandó decir, a través de sus amigos Ruperto Chávarri y Gumersindo Azcárate: “Padre ha muerto, no queremos honores ni un funeral de Estado”, al contrario que el de Emilio Castelar, al que no le faltaron penachos.
Salmerón era ya el único superviviente de la los grandes estadistas republicanos, tras morir Ruiz Zorrilla, Castelar y Pi i Margall, un bigardo de la política del XIX el almeriense con sus aciertos y errores, siempre con honradez. El presidente del Gobierno, Antonio Maura, contestó a la familia que Salmerón pertenecía ya a la patria y que su cadáver tenía que pasar ante los leones del Congreso de los Diputados, como así se hizo, aunque él, en vida, dejó dicho que quería un óbito corriente. Se rumoreó que el expresidente del Gobierno podía ser enterrado en Barcelona o en Alhama, la familia agradeció el ofrecimiento, pero descartó ambas propuestas. Por encargo del primer ministro francés, Georges Clemenceau, el cadáver fue escoltado con honores hasta la frontera desde las 9 de la mañana del día siguiente que salió la comitiva de Pau. Iba el prócer alhameño en un féretro sencillo de zinc con cubierta de caoba y su nombre grabado en la tapa. Viajó en un furgón del tren junto a sus hijos. La viuda y las hijas marcharon hacia Irún en dos automóviles del empresario vasco Horacio Echevarrieta, quien envió también un cheque de 23.000 francos, porque el eximio almeriense no había dejado dinero ni para pagarse el entierro. El convoy fue trasladado desde el tren francés al expreso español cubierto de coronas, parando en las estaciones de Biarritz, Hendaya, Pasajes, Rentería, donde la gente se arremolinaba en los andenes para rendirle homenaje. No se acercó el rey Alfonso XIII -tampoco se le esperaba- que estaba aún de veraneo en San Sebastián, ni dio el pésame a la familia.
Bajó el tren por Vitoria, Burgos, Venta de Baños, El Escorial y otras estaciones en tránsito hasta la Estación del Norte de Madrid, donde esperaban miles de personas y amigos del alma del finado como Giner de los Ríos, el escritor Blasco Ibáñez, que se iban quitando el sombrero a la llegada del tren.
El arca mortuoria del tribuno fue introducida en una carroza tirada por seis caballos abriendo la marcha la guardia municipal, maceros en frac y calzón corto y ujieres por la calle Bailén hacia la Carrera de San Jerónimo con el presidente Maura a la cabeza. En el Congreso, hizo la comitiva un alto para un saludo oficial del Gobierno en pleno y seguir por la calle de Alcalá rumbo al cementerio civil.
Por Almería estuvieron los concejales Manuel Pérez García y Angel Castañedo, Plácido Langle, jefe republicano y Gaspar Núñez, director de El Radical, junto a una delegación alhameña.
Recibió sepultura Salmerón, en medio de un prodigioso silencio, entre una muchedumbre de bombines y sombreros de copa, a las tres de la tarde, ante unas 400 personas de todas las clases sociales, bajo una lápida de piedra de Novelda, sin que se pronunciaran discursos, como dejó dicho este apóstol de la I República, que dimitió tras 50 días de presidente por no autorizar a que condenaran a muerte a rebeldes cantonales.
Después de marcharse todo el mundo del camposanto, hay una escenas deliciosa aparecida en el Nuevo Mundo en la que se ve a un grupo de niños humildes cogiendo las flores depositadas en la tumba para revenderlas, algo que hubiera hecho sonreír a don Nicolás.
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