La violencia circula ahora por las redes sociales y se hace viral frecuentemente. Es una violencia exhibicionista que a veces se resume en darle una paliza a alguien sin motivo y grabarla o jugar a la Fórmula 1 pisando el acelerador del coche por cualquier calle poniendo en riesgo la vida de los demás. Hay una violencia delictiva que pasa por los robos frecuentes que te hacen sentir inseguro fuera y dentro de tu casa y una violencia antigua que se proyecta contra las mujeres.
A finales de los años 60, cuando muchos niños empezamos a salir solos a la calle a jugar, no existía ese clima de inseguridad, esa amenaza latente que hoy ronda por cualquier plaza. Apenas había coches circulando y no había parecido todavía ni la droga ni la delincuencia juvenil que vino de su mano.
Tu madre te decía vete un rato a la calle que voy a fregar el suelo con la seguridad de que no te iba a pasar nada y al menos en mi barrio, la mayoría de las puertas de las casas estaban siempre abiertas, porque no había mucho que llevarse, es verdad, pero también porque no había aparecido aún la figura del ‘chorizo’ de la Transición, ese que no respetaba ni a los vecinos y era capaz de llevarse hasta unos calzoncillos viejos del terrao.
Lo que sí había entonces era una violencia silenciosa, aceptada por todos como parte de las reglas del juego, una violencia con la que convivíamos de manera natural sin ser conscientes a veces de ella.
En la escuela aceptábamos la violencia disciplinaria del maestro, cuando de pronto cogía la vara de madera y la emprendía a palmetazos con el alborotador de turno o con el que no había sabido decirle de memoria dónde estaban los Pirineos. Que el maestro te diera por lo menos una hostia a lo largo de un curso era algo habitual y como no tenías posibilidad de defensa, ya que tus padres apoyaban al maestro, el único recurso que te quedaba era aceptarlo con deportividad y buen humor y poner cara de héroe y no derramar una sola lágrima para que el resto de tus compañeros comprendieran que eras un valiente.
El castigo de rodillas con las manos en cruz en un rincón de la clase era una forma de violencia que a veces rozaba la humillación si el reo era de moral frágil y acababa desmoronándose sobre el suelo.
Había padres violentos que por un quítame esas pajas sacaban la correa y le cruzaban la espalda a sus hijos, y padres que te podían dar una bofetada por una frase mal dicha o por pillarte fumando aunque estuvieras a punto de ser mayor de edad. Recuerdo que era algo bastante común, sobre todo en la generación de mis hermanos mayores, que a un muchacho se le autorizara a fumar delante del padre cuando volvía del servicio militar.
La violencia formaba parte de nuestros juegos aunque a veces no fuéramos consciente de su existencia porque la veíamos como un componente natural de nuestra vida diaria. Era frecuente que muchos partidos de fútbol callejeros terminaran en peleas y que hasta en los partidos oficiales, los que íbamos a ver los domingos al estadio de la Falange, hubiera altercados en las gradas y con el árbitro, lo que obligaba a intervenir con dureza a la policía armada.
Teníamos un juego que era pelearse, como si estuviéramos celebrando un combate de boxeo y otro que consistía en formar dos ejércitos y organizar una guerrilla a pedradas a ver quién las lanzaba con más puntería. Los descalabrados formaban parte de la rutina callejera y en el Hospital Provincial y en la Casa de Socorro los practicantes estaban cansados de coser con puntos las cabezas y las cejas de los niños. Cuando nos daban tres o cuatro puntos en la frente volvíamos al barrio henchidos de orgullo, como si regresáramos victorioso de una batalla. Había niños que se entretenían apedreando gatos o atándole latas en el rabo a los perros, lo que constituía otra forma de violencia, la que se ejercía en contra de los animales. Tirar petardos era una forma de violencia, una práctica que sigue estando de moda, sobre todo en Navidad, sin que nadie le ponga remedio.
Las peleas estaban a la orden del día en las calles. De vez en cuando, en mi barrio corría la voz de que había una trifulca entre mujeres en la Plaza Vieja, y salíamos corriendo como si fuéramos a presenciar un espectáculo. Aquellas refriegas estaban tan asumidas que nadie intervenía hasta que aparecían los municipales.
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