En el otoño almeriense las únicas hojas que se caían eran las del calendario. Había un otoño de almanaque que llegaba en octubre y un otoño sentimental, el que empezaba en septiembre, después de las fiestas. De una semana a otra la ciudad se recogía en sí misma y las playas se quedaban vacías. El entorno del balneario de San Miguel, donde era imposible encontrar un hueco en agosto, de pronto se llenaba de soledades y sus tablas envejecían y su fachada empezaba a desmoronarse como si en cuarenta y ocho horas hubieran sucedido dos años.
Cuando por septiembre llegaban los primeros temporales de poniente y las tormentas que eran habituales en aquellas fechas, el balneario se iba cubriendo con una capa de arena y salitre que se comía los hierros y envejecía las palabras de los anuncios que adornaban las paredes. Después, antes de que llegara el verano, aparecían los pintores para poner al día todo aquel listado de comercios almerienses.
Las principales firmas comerciales de la ciudad estaban presentes a lo largo de las fachadas del recinto: los Almacenes el Águila del Paseo; la Dulce Alianza, que además de sus productos de confitería y bombonería anunciaba sus comestibles finos; los Muebles Rabriju de la calle Hernán Cortés; la Casa Ciclista López; la prestigiosa agencia de transportes Páez, en el Paseo de San Luis; la tintorería La Española en el Paseo; los almacenes de artículos de regalos de La Merced, en la calle Real; los tejidos de Rosaflor, frente a la iglesia de Santiago; la histórica tienda de tejidos y confecciones de la Pajarita; el bazar de juguetes de La Giralda, y muchos otros comercios que estaban expuestos en aquellos carteles que requerían de un gran trabajo artístico.
Los anuncios renacían a final de mayo para morir por octubre, cuando todo se cubría de abandono, como si aquel balneario llevara cerrado una década, como si los primeros vientos del otoño se hubieran llevado cualquier rastro de vida. En medio de tanta soledad, el ruido de una ventana golpeada por el viento, el crujido de alguna puerta que se había quedado mal cerrada, acentuaban esa sensación de lugar fantasma.
Cuando se iba el verano y los últimos bañistas tocaban retirada, aquel trozo de playa solo se recuperaba los domingos, cuando el tiempo lo permitía, siempre que no arreciara el viento ni estuviera nublado. Tardes otoñales de domingo cuando era costumbre ir a tomar el sol que ya no dañaba, de la misma forma que en nuestra infancia salíamos en invierno a las puertas de las casas para calentarnos y podíamos estar horas al sol sin que nos dejara mal heridos.
En los años cincuenta, el balneario del Zapillo había iniciado ya su declive. Lejos quedaban los veranos gloriosos de los años treinta, cuando lo más granado de la burguesía almeriense llenaba sus salones, cuando los niños del barrio tenían como distracción salir a la avenida para ver la caravana de coches de caballos que venían de Almería con las familias completas.
La posguerra se fue llevando las pocas esperanzas del balneario y año tras año aquel escenario privilegiado frente al mar se fue cubriendo de sombras, de fantasmas que merodeaban junto a sus puertas buscando un techo donde pasar las noches. Los domingos de invierno era habitual encontrarse con algún grupo de amigas y con familias que buscaban los últimos rayos de sol de la tarde, esos instantes en los que el frío del mar anunciaba la llegada de la noche.
Mujeres jóvenes con sus peinados ‘Arriba España’, que buscaban las tablas del balneario para evitar la molestia de la arena. Iban adornadas de domingo, con sus vestidos inmaculados, los que solo utilizaban los días de fiesta, y con aquellos primeros tacones adolescentes que fueron testigos mudos de sus primeros juegos de amor.
Los inviernos eran largos en aquel trozo de playa, tan castigado por los temporales y por la presencia constante del cargadero de mineral que derramaba su cortina de polvo sobre las paredes del balneario.
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