En un artículo de prensa publicado en el periódico La Independencia en 1934, un vecino se quejaba al señor alcalde del estado en el que se encontraba la calle de la Dicha, y venía a decir que no entendía como un lugar tan olvidado y tan sucio podía llevar ese nombre.
Tal vez, la denominación le podía venir de su situación geográfica al estar tan pegada al barrio de la prostitución que en determinados momentos de su historia allí hubo también casas de lenocinio donde iban los hombres en busca del placer.
Es posible pensar también que ese nombre de Dicha le pueda venir porque por su posición estratégica, metida en un nudo de callejones, siempre gozó de una bendita corriente de aire que se colaba por los callejones haciendo las delicias de los vecinos en los días más duros del verano. Los pocos que hoy viven en lo que queda de la calle saben muy bien la bondad del lugar en los días calurosos.
La calle formaba parte de un entremado de callejones que se entrecruzaban por encima de la Plaza del Ayuntamiento. Allí, a pocos metros de la calle de la Dicha, estuvo la alhóndiga cuando el mercado de la ciudad se hacía en la Plaza Vieja y allí instalaron también el depósito municipal de perros, conocido popularmente como la perrera, en un local que sido almacén de la policía urbana a comienzos del siglo veinte.
La calle de la Dicha fue durante mucho tiempo una prolongación del mercado durante la mañana y al atardecer, un cruce de caminos en ese laberinto de callejones que desembocaban en el barrio de las prostitutas. Los vecinos de la Dicha vivieron siempre marcados por la proximidad de las putas y nunca dejaron de reivindicar su condición de personas decentes. “Aquí vivimos gente decente, las mujeres de la vida están más arriba”, fue una frase repetida hasta la saciedad durante décadas cada vez que un despistado rondaba por aquellos portales buscando compañía femenina.
A comienzos del siglo veinte, la población de esta calle rozaba las ciento veinte personas, ocupando una franja de terreno de unos sesenta metros de longitud. Subiendo desde la calle Hércules, había un patio vecinal que ahondaba hasta casi el límite del cerro, donde vivían entre veinte y treinta personas. Era conocido popularmente como ‘el patio de los panaderos’, porque nunca hubo un rincón tan pequeño donde se juntaran tantos del mismo oficio.
En 1910, de las siete familias que ocupaban las viviendas del patio, en cuatro de ellas se ejercía la profesión de panadero. Francisco López Bonilla, Miguel Martín Salmerón, Mariano Martín García y su hijo Rafael, y Bernardo Jurado Huertas, fueron los últimos panaderos de este recoveco a los pies del torreón de levante de La Alcazaba.
En los años de la Guerra Civil varias casas de la calle Hércules y de la calle la Dicha se cerraron debido al éxodo de sus moradores hacia distintos pueblos de la provincia en busca de mayor seguridad. En febrero de 1937, cuando miles de malagueños llegaron a Almería huyendo de los bombardeos y del ejército de Franco, todas las casas de esta zona que habían quedado ‘abandonadas’, fueron ocupadas ilegalmente por familias enteras que habían llegado de Málaga.
Algunas de las familias que habían dejado sus viviendas, regresaron después de la guerra, pero el lugar experimentó un importante cambio poblacional debido al flujo migratorio del campo a la ciudad que multiplicó el número de habitantes en todos los barrios.
La calle de la Dicha dobló su censo en apenas cinco años. De las ciento dieciocho personas que la habitaban en 1935, se pasó a doscientas ocho en 1940. Eran los tiempos de los realquilados, por lo que en una misma casa vivían dos o tres familias compartiendo la cocina y el cuarto de baño. Hasta 1960 la calle de la Dicha estuvo llena de vida, de gente humilde que se pasó media existencia recordándole a la ciudad que aquel callejón con aire de adarve no era un lugar de prostitutas, que las casas de lenocinio empezaban al subir la escalera cinco metros más arriba.
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