En mi tienda había tres sillas que esperaban. Creo que nunca se llegaron a cambiar, que siempre fueron las mismas, por lo que partiendo de aquellas tres sillas se podría reconstruir la historia del barrio y de la época que les tocó vivir.
Las sillas eran tres tronos pegados a la pared, situados de forma estratégica, a mitad de camino entre la caja y el mostrador. Formaban parte del mobiliario del negocio y de la forma de vida de aquel tiempo. A la tienda se iba a comprar, pero también se iba a hablar, a confesarse con los tenderos, a enterarse de cómo le iban las cosas a los vecinos, a reir y a consolar las penas. En aquellas tres sillas el tiempo se detenía y había clientas que se podían pasar una hora sentadas olvidándose de lo que habían ido a comprar.
En la pared principal, presidiendo la tienda, había un reloj de cocina que nos trajeron de Melilla y que tardó en pararse lo que tarda en llegar el invierno después del verano. Tal vez no tenía ninguna avería y se detuvo porque sabía que no era necesario. El mundo, como el reloj, se detenía a diario entre las mantas de tocino, los sacos de patatas y las latas de mantequilla y todo sucedía más despacio, con la misma parsimonia con la que vemos aquella vida cuando la miramos con los ojos de ahora.
Tenemos la sensación de que un año de nuestra infancia duraba como diez años ahora, que un año era un territorio profundo que te iba modelando con la paciencia que el mar va esculpiendo las rocas. De un verano a otro ya no te servía la ropa, las sandalias se te habían quedado pequeñas y hasta la cama te parecía corta, como si en vez de doce meses hubiera pasado un lustro. De un verano a otro se te llenaba el bigote de vello, te salían granos en la cara y aprendías a darle respuesta a ese impulso pecaminoso que se te aparecía como un fantasma en la soledad del dormitorio.
Las vivencias de un año podían llenar un libro. Es verdad que teníamos una vida organizada en torno a la escuela y a la familia, pero una vida que se desbocaba después cuando salías a la calle. La calle era el escenario que le daba a la infancia esa sensación de eternidad que nos ha quedado en la memoria.
En la calle nada estaba escrito: salías con la intención de jugar a las chapas y podías acabar pescando pulpos en las escalinatas del puerto; organizábamos un partido de fútbol en la puerta de la Catedral y terminábamos corriendo los cien metros lisos delante de la moto de los municipales que venían a quitarnos la pelota.
Cuando salíamos de la escuela después de las clases de la mañana, esa hora y media que nos regalaban antes del almuerzo para poder escaparnos a la calle, la aprovechábamos como si fuera un día completo. Cuánto podíamos soñar en una hora. Cada paso era una aventura y en cada esquina hacíamos un descubrimiento.
La eternidad de la infancia residía ahí, en esa continua revelación, en la percepción de que todo lo que pasaba por nuestros ojos era nuevo y además era para siempre: un día descubrías el placer de la lluvia mojándote la cara mientras pateabas un balón y otro te ibas a la cama pensando en los ojos de una niña que había llegado nueva al barrio.
Cada día te ocurría algo por primera vez: el día que descubrías el valor de la amistad comprendías que los amigos de la infancia no se olvidan jamás, y que por muchos años que pasen, cuando vuelves a encontrarte con uno de ellos, te salta al corazón la película de aquel tiempo pasado. Otro día descubríamos el miedo, que no estaba solo en las Historias para no dormir de los sábados por la noche en la tele, sino que formaba parte de nuestro macuto sentimental como el amor o como la soledad, como el deber y el placer.
La lentitud de la vida la veíamos en aquel vendedor de pescado que pasaba por la puerta de nuestra casa con un mulo tan cansado como él, y que entre cliente y cliente se sentaba cinco minutos en la acera para echar un cigarrillo, diciendo aquella frase de “en todos los trabajos se fuma”. La lentitud de la vida se quemaba en los braseros donde los vecinos se calentaban en medio de la calle y en las tertulias callejeras, cuando cada cuál sacaba su silla a la puerta con el pretexto de tomar el fresco antes de irse a la cama.
En mi barrio, a comienzos de los años setenta, el tiempo lo medíamos por las campanadas que cada hora daba el viejo reloj de la Catedral. Como casi siempre estaba averiado, vivíamos sin tener conciencia de la hora, hasta que en medio de un juego se escuchaba la voz imperativa de una madre gritando: Niño, ¿es que piensas dormir hoy en la calle?
Sí, si hubiera sido por nosotros nos habríamos quedado a dormir en la calle y hubiéramos detenido todos los relojes para que la infancia hubiera durado siempre. Después llegaron las obligaciones, el trabajo, la rutina, el progreso, los teléfonos móviles, Internet, y el peso insoportable de los sueños que acabaron esfumándose.
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