Si usted se asoma un domingo a la hora de la merienda por la calle del Inglés, verá una cola de vecinos que dobla la esquina. No se trata de un cine, ni de un bar de moda, tampoco de una farmacia ni de la iglesia del barrio. Esa cola es una de las señas de identidad de la confitería Virgen del Carmen, que acaba de cumplir cincuenta años de existencia convertida en un lugar de peregrinación.
Las colas no son por casualidad, sino por devoción. El obrador de la confitería es la bandera del barrio, que fue uniendo a cientos de familias que en los años sesenta y setenta colonizaron todo aquel entramado de cuestas, bancales, balsas y acequias que descendían desde la Molineta hasta la Carretera de Granada.
Cuando José López Fernández y su mujer, Carmen Hernández Palenzuela, pusieron la confitería, el barrio de los Ángeles era una colmena en plena ebullición donde cada día aparecía un proyecto nuevo, un piso que se levantaba en medio de un terreno baldío, una calle que se abría paso en el vértigo de una pendiente. Urbanísticamente, el barrio fue un auténtico despropósito, pero se llenó de tanta gente, albergó tantas familias, que se convirtió en una gran oportunidad para intentar abrirse camino con un negocio.
Eso es lo que pensaron los fundadores de la confitería cuando en 1972 iniciaron su aventura. Él, José, era un joven obrero que como tantos de su generación tuvo que coger el sendero de la emigración para abrirse paso. Con los ahorros que trajo de Francia se embarcó en un negocio que no conocía, pero en el que no tardó en doctorarse de la mano de su suegro, Juan Hernández Ortega, que había trabajado en el obrador de la Dulce Alianza.
El dos de agosto de 1972 la confitería abrió por primera vez sus puertas, con la incertidumbre de si llegaría o no a Navidad. Antes de que llegara el invierno, todo el barrio se había enterado ya que en la calle del Inglés había un obrador que hacía milagros con el merengue y el chocolate. Desde los comienzos del negocio, las colas formaron parte de su existencia diaria. Cuando llegaba el día de San José había que hace los encargos una semana antes y en Navidad las luces del obrador no se apagaban ni de noche ni de día.
Una de las tradiciones de los vecinos de Los Ángeles en los años setenta era comprarse un papelón de pasteles en la Virgen del Carmen y meterse en el cine de la calle Marchales a pasar la tarde de los domingos. Que más podían pedir los vecinos del barrio en aquél tiempo para sentirse independientes. Lo tenían todo: un cine y una confitería que le hacía las milhojas como rascacielos.
El negocio prosperó a base de un sacrificio, sin domingos ni festivos. Esa condición de servicio público que le dieron sus fundadores la sigue teniendo hoy, cuando la confitería sigue adelante en manos de sus descendientes y con las mismas colas de siempre.
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