¿Por qué cayeron las discotecas?

Fueron flor de un tiempo y acabaron siendo absorbidas por la nueva moda de los pubes

Eduardo de Vicente
23:54 • 03 oct. 2022 / actualizado a las 23:55 • 03 oct. 2022

Las discotecas llegaron arrasando, fueron una revolución en su día, los nuevos templos de la juventud en un tiempo donde la fe ya se había pasado de moda y la misa obligatoria de los domingos se había sustituido por la peregrinación a la discoteca de los sábados por la noche. 



En Almería empezaron a surgir como flores en los años setenta. La discoteca era un negocio seguro y los adolescentes contaban los días que le faltaban para cumplir dieciocho años para poder  entrar a uno de aquellos antros modernos donde se podía bailar al compás de la música de moda y se podía ligar libremente, a salvo de las miradas de los mayores, como ocurría en los guateques caseros de los años sesenta.



Cuántos menores se dejaban crecer los cuatro pelos del bigote y se ponían zapatos de plataforma con su altura reglamentaria para parecer mayores y que el portero los dejara pasar. Las discotecas cambiaron la hora dentro de las casas. Lo de recogerse a las diez se fue quedando anticuado y se empezó a conquistar el territorio de la madrugada, que hasta entonces no existía para la juventud almeriense.



No había pueblo importante en la provincia que no contara con su propia discoteca. Quién no se acuerda del éxito de la discoteca de Viator, que tenía mala fama porque los domingos por la tarde se llenaba de soldados con las hormonas cargadas que se lanzaban al abordaje nada más cruzar la puerta. 



Quién no recuerda los llenos de la discoteca Oasis, aquel santuario donde se reunían los jóvenes del campo de Níjar para celebrar el milagro de la vida. Llegaban de todas la aldeas y los cortijos cercanos, dispuestos a comerse el mundo con sus ropas de domingo y el perfume de moda que anunciaban por televisión. 



Zonas como Aguadulce se llenaron de buenas discotecas y en la capital fueron tomando los locales del centro. Parecían negocios seguros, que habían llegado para quedarse y nadie podía imaginar que una década después iba a comenzar su declive. Mucho menos después del tirón que para las discotecas había supuesto el estreno de la película ‘Fiebre del Sábado Noche’, que llenó las pistas de baile de Travoltas de fin de semana y de muchachas que soñaban con bailar y de paso enamorarse. 



Los tiempos estaban cambiando y los años ochenta trajeron nuevas revoluciones y nuevas modas que no tardaron en germinar. A la discoteca le salió un competidor inesperado, el pub, que llegó como un enemigo inocente y terminó cavando su tumba.



En sus comienzos, los pubes representaban una forma novedosa de pasar el tiempo libre y de ocupar una franja horaria a la que no llegaban las discotecas. Para entrar en una discoteca tenías que pagar una entrada con derecho a consumición, mientras a un pub se entraba gratis. A la discoteca se iba a bailar preferentemente, mientras que a un pub ibas a escuchar música y a hacer amigos. Te podías meter a las cuatro de la tarde y ver anochecer sin moverte del sitio sin tener que hacer grandes desembolsos. Había quien con una Fanta se pasaba dos horas.


El pub fue el refugio de los tiesos, de aquellos grupos de estudiantes que fortalecíamos los lazos pandilleros sentados confortablemente en los sillones de un pub escuchando lo último que había triunfado en América o disfrutando de la gran novedad de los vídeos musicales, que llenaron de pantallas gigantes los locales más importantes de la ciudad. Al pub podíamos ir a las cuatro de la tarde y tomar un café o a las diez de la noche para compartir una copa. 


Los pubes fueron para las discotecas lo que el vídeo fue para las salas de cine. A mediados de los años ochenta, las discotecas empezaron a acusar el golpe. Intentaron remontar el vuelo, reinventándose, organizando concursos de baile y pases de moda, pero la juventud iba ya por otro camino. 


Las discotecas más importantes siguieron haciendo caja los sábados, pero la semana estaba llena de lunes y de martes, de pistas vacías, de nóminas que había que pagar a los empleados y de alquileres imposibles al tratarse de locales de grandes dimensiones.

Los pubes se adaptaban perfectamente a lo que exigían los jóvenes de los años ochenta. Eran un lugar perfecto para reunirse en grupo, hablar y escuchar música, y también podía ser el refugio soñado para las parejas que empezaban a enamorarse en el anonimato de un reservado, comiéndose a besos ante la mirada discreta del camarero que sabía mirar para otro lado. 

Pero los pubes también tuvieron que ir cambiando para adaptarse a los tiempos que llegaban y en los años noventa acabaron adoptando una forma híbrida, a mitad de camino entre un bar de copas y una discoteca. A pesar de las escasas dimensiones de muchos de ellos, los pubes improvisaron pistas de baile donde no había y el personal le cogió gusto a aquello de moverse al ritmo de la música como si estuvieras metido en una lata de sardinas. 


El pub primitivo, el de las tertulias y la música tranquila, se había convertido en un infierno donde las canciones te estallaban en los tímpanos y donde todo sucedía alrededor de unas copas.



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