Para un niño de la capital estar todo el día ‘tirado’ en la calle era una aspiración que chocaba de frente con los intereses de las madres, que se pasaban el día echándonos en cara nuestra vocación de callejeros empedernidos. Sin embargo, para un niño de pueblo no existía esa expresión porque el concepto de calle era distinto, no tenía las connotaciones negativas que tenía en la ciudad.
Un niño de pueblo podía correr solo por la calle con la seguridad de que no lo iba a atropellar un coche o que le iban a quitar la pelota. La calle era la prolongación del salón de la casa y con esa sensación de amparo los niños podían ser libres de verdad. Los vecinos de la calle de un pueblo formaban una familia y allá donde fueras, aunque salieras de tu barrio, todo el mundo te conocía.
Las hermanas Velasco pudieron disfrutar durante seis años de una intensa vida de pueblo. Desde 1963 a 1970 vivieron en Abla, donde su padre estuvo destinado como Guardia Civil. Seguramente, allí se forjaron los recuerdos más felices de su vida, cuando se pasaban más horas volando que en la casa, cuando conocieron lo que era correr por las calles sin temor alguno, cuando todavía quedaban niños en el pueblo y abundaban las familias numerosas.
Les tocó vivir con una libertad absoluta, cuando era costumbre, al salir del colegio, coger el bocadillo de pan con aceite y azúcar y echarse al monte, como si la calle fuera el refugio de todos los niños.
Abla, a finales de los años sesenta, conservaba casi intacta su alma de pueblo de sierra. Muchas de sus calles eran aún de tierra y apenas pasaba un coche. El medio de transporte habitual que se veía por las calles era el de los burros y el de las mulas y cuando alguien se refería a la capital, se tenía la sensación de estar hablando de otro planeta.
En Abla las horas pasaban más lentas y la gente vivía instalada en unas costumbres que apenas habían cambiado de una generación a otra, antes de que la televisión se metiera en los comedores para cambiarlo todo. Las hermanas Velasco fueron de las primeras que tuvieron tele, por lo que su casa fue el cine club del barrio cuando echaban la película de los sábados.
Gran parte de los seis años que estuvieron en Abla lo pasaron en el viejo cuartel de la Guardia Civil, que estaba a punto de pasar a la reserva. Su escuela fue la parroquial, en la plaza de la iglesia, seguramente uno de los lugares más fríos del pueblo en una época en la que era habitual que cayeran varias nevadas al año y que el frío estuviera presente al menos durante seis meses seguidos. Para que a los alumnos no se le congelaran las ideas, era habitual que cada uno se llevara de su casa una cesta llena de ascuas que colocada de forma estratégica debajo del pupitre les calentaba primero los pies y después el cerebro.
Pepita Velasco, la menor de las hermanas, recuerda que en las casas no había agua y que su madre las mandaba a llenar el cántaro y los cubos al caño de la calle Baja. Algo tan rutinario como llenar un recipiente era para los niños un motivo de aventura.
Otro recuerdo que conserva intacto, relacionado con el frío que hacía en aquel tiempo, es la imagen del agua del barreño completamente congelada. Cuando por la mañana salían de la cama y se enfrentaban al temido barreño helado había que contener la respiración para poder lavarse. Cerraban los ojos, le daban un golpe seco a la capa de hielo y zambullían las manos y media cara en el gélido elemento.
Abla fue un vientre materno para la familia Velasco y no fue fácil tener que dejar el pueblo. Para las cuatro hermanas fue un cambio de vida radical porque pasaron de la vida tranquila y el contacto absoluto con la naturaleza, al alboroto y al caos de uno de los barrios más populares de Almería. Cuando al padre lo destinaron a la ciudad, ellas se vinieron a vivir, primero al Barrio Alto, y después a la manzana de la cárcel, que era un arrabal en plena ebullición.
Pasaron del horizonte infinito de Sierra Nevada a la frontera de la Avenida de Carrera Blanco que a comienzos de los años setenta empezaba a ser la zona de expansión de la nueva ciudad.
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