El choriceo que tanto nos cambió la vida

De la mano de la Transición vino la delincuencia desatada que minó nuestras calles

Eduardo Pino
20:26 • 17 oct. 2022 / actualizado a las 20:32 • 17 oct. 2022

Tuvimos que hacer un cursillo intensivo para adaptarnos a una nueva época. La Transición fue un viento huracanado que en apenas un par de años nos cambió la vida. Tuvimos que bebernos la libertad de un trago y de esa borrachera nos quedó una profunda resaca que en muchos casos resultó dramática. 






De la mano de la Transición vino la delincuencia desatada que minó nuestras calles. El fenómeno de la delincuencia nos trajo miedos que no conocíamos y también nuevas palabras. Los que éramos niños en los años sesenta sabíamos lo que era salir a la calle a jugar sin temor a nada y los que eran jóvenes en aquel tiempo sabían que podían pasear tranquilamente por cualquier calle y a cualquier hora que nada alteraría ese orden natural que caracterizaba a una ciudad como Almería donde presumíamos de que nunca pasaba nada.






Ese orden que parecía inalterable, como si fuera el designio de un dios, saltó por los aires en mil pedazos cuando de la noche a la mañana apareció ese otro fenómeno, hijo de la época, que bautizamos como ‘el choriceo’.






La Transición hizo mudanzas en nuestro diccionario callejero y nos regaló nuevas palabras para designar un tiempo nuevo, inestable, marrullero y cambiante. En ese lenguaje recién estrenado aprendimos que un tirón no era solo una vulgar contractura muscular, sino una herida moral y a veces física, la que le causaban a la mujer que el tironero de turno le quitaba el bolso o le arrancaba la cadena del cuello. Pasamos de acelerarnos cuando escuchábamos a lo lejos el motor de la Ducati de los municipales, a temblar de miedo cuando sonaba el de una motocicleta trucada con dos ‘chorizos’ a bordo.




El lado más oscuro de la Transición nos trajo la palabra pasota, que más o menos venía a darle un nuevo nombre al gandul de toda la vida. Pasar de todo era sentarse en el tranco de los futbolines a fumar y a perder el tiempo o probar ese nuevo placer, el de la droga, que se nos coló hasta la cocina hiriendo de muerte a tantas familias.


Aprendimos que el costo era un tabaco nuevo que te ayudaba a pasar de todo y te invitaba a transitar por ese lado marginal de la sociedad que estaba siempre al borde del precipicio. Aprendimos que colocarse ya no se refería a encontrar un trabajo sino a poner cara de idiota y evadirse del mundo. Los amigos empezaron a llamarse colegas y a la policía la llamaban ‘la pasma’. Cuando un delincuente se te ponía delante con una navaja en la mano no te pedía el reloj, sino que te decía: “Dame el peluco”. Y había que dárselo si no querías poner en riesgo tu vida. Los robos empezaron a ser el pan nuestro de cada día. Los tironeros sembraron las calles de miedo. Asaltaban a pie y motorizados y a veces montados en un coche que cuando pasaba a la altura de la víctima se detenía para cometer el robo.


La Transición no fue una juerga continua, un estado de felicidad permanente. Es verdad que las revoluciones eran necesarias y que no teníamos tiempo de aburrirnos, que de pronto nos sentimos tan libres que algunos se dedicaron a pisotear la libertad del prójimo para realizarse. Es verdad que fuimos progresando, pero no es menos cierto que la inseguridad que nos golpeó como una tormenta nos llenó de inquietudes y a veces nos impidió ser felices.


En el otoño de 1976 llegamos a pensar que Almería empezaba a parecerse al Chicago de los años treinta que veíamos en las películas de cine negro. En una misma madrugada robaron en la tienda de ropa de Beltrán, desvalijaron las máquinas registradoras y las tragaperras del Café Colón, rompieron el escaparate de Viajes Alysol para llevarse hasta los bolígrafos y profanaron las vitrinas de Radiosol en busca de los aparatos musicales.


Aquel que tenía un radio casete instalado en un coche sabía que tarde o temprano acabaría perdiéndolo. Llegaban con una bujía de coche y la estrellaban contra el cristal de la ventanilla para hacer el menor ruido posible. Metían la mano por el agujero, abrían la puerta y se llevaban hasta el cenicero. Había chorizos que no se conformaban con robar dentro del coche y acababan llevándoselo. El drama de la delincuencia nos golpeó a todos y especialmente a las familias de los propios delincuentes. La mayoría de los adolescentes que se metieron a bandoleros en aquel tiempo no lo hacían para ayudar al prójimo ni para llevar un plato de comida a su casa. El motor que empujó a tantas jóvenes a perderse fue la droga, que no solo se los llevó por delante a ellos, sino que arrastró también con sus familiares.


En esa lista interminable de delincuentes locales hubo algunos que pasaron a la historia por su extrema peligrosidad. Todos sabíamos quiénes eran porque en la mayoría de los casos se habían criado con nosotros y habíamos compartido la misma escuela. Hubo casos de bandidos que pasaron de estar jugando a las canicas a robar bolsos por las calles.



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