El cura estaba dos escalones por encima del alcalde en cualquier pueblo. Tenía la autoridad del alma, a la que nunca podía aspirar ningún alcalde; tenía la autoridad que le confería ser el guardián de todos los secretos de sus feligreses cuando se sinceraban en el confesionario; tenía la autoridad de la moral, que regía entonces la vida de los vecinos y tenía la autoridad divina, que ni siquiera podía igualar el mismísimo Gobernador.
Por eso, cuando el Gobernador civil de la provincia llegaba a un pueblo, se pegaba más al cura que al alcalde, consciente de que a uno lo había colocado la divina providencia y que el otro era fruto del dedo caprichoso del hombre. Si el alcalde tenía que ausentarse unos días para resolver unos asuntos en la capital, la vida del pueblo no se alteraba lo más mínimo, pero si era el cura el que faltaba de su puesto, el pulso se detenía como si hubiera sucedido un cataclismo. El cura era el rey de las fiestas, el que sacaba a los santos, el que casaba a las parejas. El cura era el principio y el fin: el que bautizaba a los niños, el que despedía a los enfermos en el último viaje.
En ese escalafón de personajes importantes en los pueblos, después del cura y del alcalde venía el médico. Si el cura te garantizaba la salvación eterna, el doctor te regalaba el milagro de la vida verdadera, aunque fuera un par de años más. Tan importante como el médico eran el maestro y la maestra. Representaban la sabiduría, que era como un don divino en una época donde una parte importante de la población rural era analfabeta. Lo que decía el maestro iba a misa. Se encargaba de que los padres mandaran a sus hijos al colegio y cuando algún alumno destacaba y apuntaba posibilidades, hablaba personalmente con la familia para que siguiera estudiando.
La autoridad más profana dentro de los pueblos era la de la Guardia Civil, que representaba la fuerza y el orden. Siempre convenía llevarse bien con la benemérita, por lo que era habitual en todos los pueblos que los vecinos tuvieran detalles constantes con el cuerpo y los agasajaran con los frutos de la tierra en una ofrenda obligada.
En los pueblos nadie sabía quien era el alcalde de la ciudad porque quedaba muy lejos. La única autoridad que todo el mundo reconocía sin rechistar era la de su excelencia el Gobernador civil, que muy de vez en cuando aparecía en gira por los rincones más olvidados de la provincia para recordarle a la gente que el Caudillo y el régimen velaban por ellos y que para demostrarlo, siempre traía la chistera repleta de realidades.
El Gobernador civil era el auténtico enviado de Dios en el contexto de la provincia, capaz de hacer realidad las necesidades cotidianas de la gente. Mientras que el Obispo hablaba de conciencias, del bien y del mal y de que sufrir o pasar hambre no estaba tan mal porque se suponía que Dios estaba siempre al lado de los necesitados, el Gobernador civil llevaba los milagros en el bolsillo y allá donde iba dejaba un regalo: una nueva escuela, el arreglo de la iglesia, la puesta en marcha de un hogar de Falange, la bendición de un grupo de viviendas para los pobres, un lavadero público y hasta la luz eléctrica para los pueblos más atrasados que todavía no habían conocido ese adelanto.
No es de extrañar que su figura se codeara con la de Jesucristo, al menos en la tierra, y que su presencia en un pueblo o en una aldea estuviera siempre rodeada de un componente místico que superaba lo estrictamente político. Todo el pueblo salía a la calle para recibir al señor Gobernador y los mandos locales, cuando se colocaban a su lado, se agrandaban como Gary Cooper en ‘Solo ante el peligro’.
Cualquier jefecillo de Falange, cualquier delegado municipal, cuando caminaba por una calle al lado del señor Gobernador, se empachaba de vanidad y se situaba a la misma altura que su excelencia. Hasta los niños parecían artificiales. Formados con sus equipaciones falangistas para que las autoridades les pasaran revista, parecían recién sacados de una guerra de tebeo, tan metidos en un papel que no les correspondía.
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