El cementerio esconde un almanaque de días de diario, de jornadas de profunda soledad donde sólo reina el frágil revoloteo de los pájaros y la sombra de algún familiar limpiando un nicho. En esos días de silencio, un rumor de muerte antigua y callada merodea por los callejones del cementerio viejo, entre las ramas de los pinos que parecen de piedra. Cualquier detalle es una metáfora de la muerte: el brillo pálido del mármol, las viejas tumbas desplomadas sobre el suelo, dos flores marchitas asomadas a un jarrón, las fotografías de los difuntos pegadas a las lápidas. Qué sensación de amargura, qué enorme vacío deja contemplar esas fotos. Uno puede leer en una tumba un nombre y una fecha, pero cuando a las letras se les pone rostro la tristeza hiere, se cuela por dentro y te deja un rastro de desolación que te llega al último rincón del alma.
El cementerio de Almería tiene la solemnidad que dejan los siglos. Es la misma que se respira bajo los muros de una catedral a esas horas en las que ya no quedan visitantes y los ruidos caen amortiguados en una extraña atmósfera que todo lo envuelve. Subiendo la cuesta, a medida que el primer recinto va quedando atrás, al cementerio le van saliendo los años. Es un paso atrás en el calendario, sentir bajo los pies los latidos de otra época, antiguas tragedias grabadas sobre las tumbas que el tiempo ha ido cubriendo de hierba y matorrales. Allí están los panteones, las criptas, las lujosas bóvedas de las familias burguesas que levantaron obras de arte buscando la vida eterna. Parecen pequeñas casas proyectadas para atravesar el largo viaje de la muerte en comunidad, para que todos los miembros de una misma familia estuvieran juntos para siempre.
Aquel universo de criptas y panteones, anclado en siglos pasados, sigue en pie en el cementerio de Almería, como también se mantienen los restos del cementerio Inglés, pegado ya al último muro del recinto. Se puede acceder a través del hueco de una verja destrozada, es la única vía posible ya que en los años sesenta, siendo alcalde Gómez Angulo, decidió cerrar la puerta que el cementerio inglés tenía por la rambla de Iniesta.
Desde 1878 hasta 1980 se enterraron allí cerca de mil cadáveres, entre ingleses, suecos y alemanes, gracias al contrato por el que el Ayuntamiento cedió a perpetuidad al Reino Unido los 888 metros que ocupa la parcela, a razón de una peseta el metro cuadrado La cerca del terreno, la construcción de un camino de acceso y la colocación de puertas y rejas corrió a cuenta del Estado británico. Se levantó para los enterramientos de los ciudadanos británicos de religión protestante que morían en Almería, y que por motivos económicos, por no tener familia, o por decisión propia, eran sepultados en nuestra tierra.
La necesidad de establecer en Almería un cementerio protestante empezó a plantearse a finales de 1876. Ese año, el día tres de diciembre, murió la esposa del prestigioso industrial británico Guillermo Hall, dueño de la fábrica de esparto del Inglés, situada en la Carretera de Granada. Al no haber en la ciudad un cementerio protestante, el señor Hall tuvo que construir un sepulcro dentro del recinto de la fábrica para enterrar a su esposa. En noviembre de 1877, un año después de la muerte referida, el vicecónsul británico don Felipe Barron, remitió un escrito al Ayuntamiento solicitando un terreno a espaldas del cementerio católico “para dar sepultura a los cadáveres de los que profesan la religión protestante”. Unos meses después se inició su construcción.
El escenario conserva aún la atmósfera de los cementerios románticos, con las tumbas desgastadas asomando entre las matorrales y una quietud que sobrecoge. Allí fueron llegando los cuerpos sin vida de los súbditos británicos que morían en nuestra tierra, y allí fue enterrado, en febrero de 1889, el reputado médico don José Litrán López, que por su vinculación al partido republicano y por su condición de masón, no se le pudo dar sepultura en el cementerio católico, al negarse la autoridad eclesiástica, surgiendo entonces el conflicto de que como no había cementerio civil, no se sabía dónde se tenía que depositar el cadáver. Por este motivo se cruzaron telegramas a Madrid a Don Nicolás Salmerón, que fue en persona a poner la queja en conocimiento del ministro de la Gobernación, que telegrafió con urgencia al Gobernador Civil para que inmediatamente se empezara a construir el cementerio civil, orden que no llegó a cumplirse.
Hoy, el cementerio británico es un recinto apartado y anclado en otro tiempo. En el suelo, entre las margaritas y las malas hierbas, aparece una cruz de mármol blanca en cuya base se puede leer: Alexander S. Hay, marinero de Glasgow, fallecido el 17 de octubre de 1930 a los 39 años.
Pegada a una pared sobresale una lápida con los nombres de varios miembros de la familia Fischer. Allí está enterrada la leyenda de un amor marcado por la tragedia. Una pasión que ni la muerte pudo sesgar. Es la historia de Hermann Federico Fischer, cónsul de Dinamarca y exportador de uva que vivió en Almería desde finales del siglo XIX, y la de su esposa, Cecilia Johanne, que falleció el 27 de septiembre de 1883 a los 33 años.
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