Hace cien años también hablábamos de una pandemia que había hecho estragos en el mundo y había dejado un reguero de muerte en Almería, donde era difícil encontrar una familia que no hubiera sufrido en sus carnes la gripe de 1918.
En los primeros años de la década el rastro de la epidemia seguía latente y el temor a un nuevo brote tenía en alerta a una población que al contrario de lo que ocurre ahora, no disponía de la esperanza de una vacuna. El virus nos había golpeado muy duro cuando la ciudad empezaba a recuperarse de la crisis económica que trajo la Primera Guerra Mundial.
Almería entró en los años veinte batallando contra sus viejos fantasmas de siempre: el aislamiento y el paro obrero, que acechaban a una sociedad que seguía dependiendo de la uva y del mineral para poder salir adelante y que veía muy lejano el sueño de engancharse a ese nuevo motor económico que empezaba a funcionar en Europa: el turismo.
La Almería de los años veinte conservaba ese eterno encanto que tenían las ciudades portuarias donde la presencia del mar iba renovando su belleza en cada amanecer. Vista desde lejos, parecía una estampa, una acuarela donde las casas blancas que bajaban desde los murallas se iban derramando suavemente hacia el mar componiendo un paisaje que parecía irreal.
Esa fue la Almería que se encontró el escritor Gerald Brenan cuando en los años veinte hizo varias incursiones comerciales desde su refugio en la sierra de Granada, y esa fue la Almería que quedó retratada en sus libros.
Gerald Brenan descubrió Almería en el mes de febrero de 1920. Se acababa de instalar en el pueblo alpujarreño de Yegen y bajó a la ciudad para comprar muebles. Desde entonces, mantuvo un estrecho romance con nuestra provincia. La visitó cada vez que pudo hasta 1934 y plasmó la vida y la costumbres de sus gentes en algunas de sus obras fundamentales como ‘Al sur de Granada’ y ‘Memoria personal’. “Almería es como un cubo de cal arrojado al pie de una desnuda montaña gris”, escribió la primera vez que la vio. Se quedó impresionado cuando después de dejar atrás la montaña del Cañarete se encontró con un paisaje de casas pequeñas y juntas, un mar tranquilo salpicado de barcos que al caer la tarde salían a faenar, y al fondo, la exuberancia de la Vega que él describió como “un pequeño oasis, verde y plantado de boniatos y alfalfa, con palmeras de dátiles y caña”.
En aquellas semanas de febrero, la primavera empezaba a notarse con fuerza. Hacía calor y los días eran largos y brillantes. En sus paseos no tardó en fijarse en la personalidad de las mujeres de Almería, que no dudaban en exhibirse ligeras de ropa por las calles, pero después resultaban inabordables. “Cuanto más subversivo es el clima, más cuidadosamente guardadas y cercadas están las mujeres y menos oportunidades hay para las aventuras amorosas”, escribió, presintiendo su escaso éxito.
Y es que los romances no se le dieron bien en nuestra tierra, ni los esporádicos ni los más formales. En septiembre de 1923, con motivo de hacerse unas gafas, pasó unas semanas en la ciudad y se enamoró de la joven Antonia Fuentes, hija de un torero retirado, según explicó el propio escritor, pero no llegó a conquistarla.
Mucho más divertidas fueron sus aventuras por el barrio de las putas. Tan grata fue la experiencia que en ‘Al sur de Granada’ tiene un capítulo que se titula ‘Almería y sus burdeles’. En sus páginas hace un recorrido por el corazón de la ciudad y la idiosincrasia de sus gentes. “Dos cosas se combinaban para dar a Almería su carácter especial: la animación y la monotonía”. Con esta frase describía perfectamente el alma de una población llena de vitalidad, pero donde nunca ocurría nada.
Aquella Almería de Brenan vivía aún del apogeo de las minas y del negocio de la uva. Existía una burguesía asentada en el centro, pero una parte de la población era analfabeta y vivía en condiciones miserables. Brenan palpó de cerca las dos caras de la sociedad y en su primera visita, cuando llegó con el dinero justo, se codeó con la pobreza. Comprobó de cerca la vida de la gente que habitaba las cuevas de San Cristóbal y las chabolas que rodeaban la muralla y se quedó sorprendido por el gran número de mendigos que pedían limosna en la puerta de las iglesias.
El ambiente tranquilo de Almería, y ese clima de excitación permanente que flotaba en el aire, alimentaron la necesidad de escribir de Brenan. En el mes de mayo de 1929, recién llegado de Inglaterra con más años y una cuenta corriente más sustanciosa gracias a una herencia que recibió de su abuela, se instaló en el Hotel Inglés del Paseo del Príncipe y empezó a escribir su primera novela. En sus memorias relata como en apenas tres días de intenso trabajo llegó a escribir sesenta páginas.
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