Las primeras palabras que se quedaban grabadas en la memoria infantil eran las de la letras de las coplas. En los barrios siempre sonaba alguna canción y los niños, que entonces crecían en los trancos y en las puertas de las casas, se amamantaban con el pecho de las madres y con las voces de Rafael Farina y Gloria Romero que aparecían todas las tardes en los programas de la radio.
En aquellos años todo el mundo cantaba: cantaban las madres mientras tendían la ropa o hacían la comida; cantaban los ‘blanqueaores’ que encalaban las fachadas y los terrados de las casas; cantaban las niñas mientras saltaban a la comba en medio de la calle o cuando memorizaban la tabla de multiplicar en el colegio; y cantaba la radio a todas horas alegrando las tardes de las mujeres y de los niños. Entonces, el vecino que tenía un aparato era un privilegiado y tenía que arrimarlo a la puerta o a la ventana de la casa para que toda la calle compartiera el invento.
Mary Carmen Oña fue una de aquellas niñas prodigio que soñaban con ser artista. Nació en la calle Cruces Bajas, a los pies de las murallas de la Alcazaba, detrás de la ermita de San Antón, pegada al barrio del Reducto y tan cerca del corazón de la Chanca que en las noches de juerga, las guitarras y los cantes de los gitanos se colaban entre los silencios del patio de su casa.
Eran los primeros años cincuenta y la niña de Agustín el panadero ya asombraba a sus vecinos cada vez que escuchaba una canción. Era sentir la música y ya estaba bailando. Su formación no tuvo nada de académica, sino que el arte lo traía en los genes y antes de aprender a hablar ya se estremecía cuando alguien le regalaba el milagro una coplilla.
En una de las ocasiones que la cantante Gloria Romero vino a actuar al teatro Cervantes, Mary Carmen asistió de la mano de su padre a la primera sesión de las siete de la tarde. Antes de que empezara el espectáculo, la niña se subió al escenario y entonó una copla ante el asombro del público asistente.
Mary Carmen Oña vivía bailando y hablaba cantando. Tenía el duende tan metido en el alma que cuando salía de paseo con sus padres siempre iba vestida de gitana. En agosto de 1953, cuando iba por la calle de las Tiendas tocando las castañuelas entre juegos y risas, se cruzó con el pianista del célebre artista y promotor Vicente Escudero, que había llegado a Almería para presentar su espectáculo flamenco en los jardines de la Alcazaba. El músico se detuvo delante de la niña y le preguntó: ¿Es que sabes bailar?, mientras la pequeña Mary Carmen contorneaba su cuerpo con desparpajo.
El pianista, sorprendido, la invitó al espectáculo con la intención de que Vicente Escudero la viera bailar. La niña subió a la Alcazaba con su hermano mayor y antes de que comenzara la fiesta estuvo bailando y cantando para el señor Escudero.
La niña de la calle Cruces Bajas vivía cantando y soñaba con ser como una de esas grandes ‘estrellas’ que cada temporada aparecían por el escenario del Café Colón o del teatro Cervantes.
Fue en la radio donde Mary Carmen Oña se dio a conocer. Los jueves en las galas infantiles y los domingos en ‘Fiesta sin hilos’, que también se organizaba de cara al público y era una de las emisiones más escuchadas en la ciudad. La televisión no había llegado y la radio era el alma de las casas. Alrededor de ella se juntaban las familias para disfrutar con la voz y el atrevimiento de aquella niña del Reducto que no tardó en convertirse en una estrella local conocida como “la pequeña Lola Flores”. Fue en ‘Fiesta sin hilos’ donde alcanzó su mayor triunfo logrando el primer premio en la modalidad de canción moderna.
A lo largo de aquellos años llegó a cantar en el Café Colón antes de la actuación de las vocalistas de moda y en las sesiones que se organizaban los domingos en el Club Náutico. Cantó acompañada de grandes músicos como el maestro Barco, Cristo Sánchez de la Higuera, Antonio Bisbal y los hermanos Donaire.
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