Si accedías a la calle por el costado de la Catedral te encontrabas de frente con la puerta principal del convento de las Puras, y al lado, con el portón trasero del antiguo Seminario, que en los años sesenta se había convertido ya en el colegio Diocesano.
En aquellos tiempos ese rincón de entrada a la entonces calle de Eusebio Arrieta presentaba un aspecto descuidado por el que no había pasado más adelanto que la escoba del barrendero que limpiaba el barrio al amanecer. La puerta del convento parecía la de una iglesia abandonada, con el tranco tan desgastado que apenas se dejaba notar y con una acera destartalada que sobresalía entre la tierra del suelo. El pavimento era entonces de tierra y así permaneció hasta que la llegada del alcantarillado trajo de la mano el asfalto. Si el convento tenía un aire de desolación, no se quedaba atrás el edificio del Diocesano, que en su fachada trasera apenas daba señales de vida. Las paredes estaban desconchadas, de no haber visto la pintura en décadas, y en la puerta de atrás se acumulaba tanta suciedad que costaba trabajo abrirla.
Los niños del barrio nos sentíamos cómodos entre tanta decadencia porque nos permitía jugar con total libertad y con alevosía, utilizando la histórica y sagrada puerta de las Puras como si fuera una portería de fútbol. Podíamos darle todos los balonazos que quisiéramos, que nadie nos iba a llamar la atención. También nos favorecía el suelo de tierra, donde hacíamos los hoyos para jugar a los petos y donde nos lanzábamos en busca de la pelota como si estuviéramos en un campo de fútbol.
La calle de Eusebio Arrieta era un auténtico refugio infantil por donde apenas pasaba un coche. Tenía casas antiguas de una nobleza radiante, con grandes trancos de mármol donde los niños nos sentábamos a descansar después de cada aventura. Tenía dos portales inmensos donde por las noches jugábamos a los médicos con las niñas buscando la recompensa de un beso furtivo. Tenía la penumbra que necesitábamos para pasar desapercibidos y dos escenarios cargados de misterio que nos despertaban ese miedo común que compartíamos los niños de la calle. Nos daban miedo las dos ventanas con clavos de hierro del convento de las Puras que daban al recinto donde se decía que enterraban a las monjas que iban falleciendo, y nos daba pavor la casa de la esquina de la calle Escusada, aquellas ventanas del sótano donde una mujer se había quitado la vida. Hubo un tiempo, después del suceso, en que ningún niño se atrevía a pasar solo por aquella esquina.
A pesar del abandono de este histórico rincón de la ciudad, el lugar no llegó a perder jamás su belleza natural, la que le daban sus edificios antiguos y las murallas de la Alcazaba que asomaban en el horizonte componiendo un espléndido decorado.
En la esquina con la calle Gutiérrez de Cárdenas, aparecía, sobre la fachada, una lápida de piedra donde se podía leer: calle de Eusebio Arrieta (antes Colegio). La calle se llamó Colegio por la presencia del viejo Seminario junto a la puerta del convento y en 1906 el ayuntamiento la bautizó con el nombre de Eusebio Arrieta, en homenaje póstumo a uno de los grandes oradores que tuvo la Iglesia en Almería, Eusebio Arrieta López, canónigo penitenciario y uno de los primeros grandes oradores de su tiempo.
Tras su fallecimiento, en la madrugada del cinco de septiembre de 1906, la prensa local escribió de él: “El señor Arrieta se distinguió por su oratoria y por su pluma, sosteniendo diferentes campañas con escritores y oradores notables. Fue párroco del Sagrario y canónico penitenciario, cargó que ganó en reñidas oposiciones”.
La calle se ha convertido hoy en un rincón pintoresco donde vive todavía Carmen Bas, una de las vecinas más antiguas del barrio, que mantiene la casa que antes fue de sus abuelos y de sus padres. Es una espléndida vivienda frente a la casa del poeta, una de esas mansiones con sótano, con jardín, con habitaciones grandes y profundas y con pasillos interminables. En otro tiempo, su jardín era el más frondoso de la zona y cuando llegaba el verano sus jazmineros saltaban la tapia y llenaban la calle de aromas. El jardín de los Bas tenía toda clase de flores que sus dueños cuidaban con esmero, expuestos siempre que a que los balonazos de los niños le estropearan las plantas. Cuando se embarcaba una pelota había que rezar para que el balonazo no se hubiera llevado por delante las flores.
En la casa que después habitó José Ángel Valente vivió el señor Telesforo, que durante años trabajó de chófer en el Obispado. Al lado se levantaba la vivienda de Carmen Cruz, la esposa de Alonso el guardia civil, que también tenía un hermoso patio y fuente con peces y jardín. El último tramo de la calle, saliendo para la calle de Arráez, se abría en una improvisada plazuela donde destacaba la muy antigua fachada trasera de la casa de la Plaza Granero, agrietada por las bombas de la guerra.
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