La calle de la taberna de la ‘señá’ Clotilde

La calle de Javier Sanz estuvo marcada por la prencia de la Rambla y del Instituto

La calle de Javier Sanz era la calle de la Escuela de Artes.
La calle de Javier Sanz era la calle de la Escuela de Artes. La Voz
Eduardo de Vicente
19:55 • 20 nov. 2022

Era un lugar fronterizo, marcado por la presencia de la Rambla, que cortaba la ciudad en dos, que separaba el centro de las afueras. La calle era  una colmena en  la que se mezclaban todo tipo de oficios, de gentes de y vecinos de diferentes clases sociales.  La presencia de los herradores llenaba de cocheros y caballos el lugar, mientras que los talleres de mecánica y la Escuela de Artes, que después fue instituto, le proporcionaban ese fluir continuo de vida joven que siempre tuvo la calle de Javier Sanz.



En la parte alta de la calle, en el tramo de salida hacia Obispo Orberá, vivían los De Juan, la familia que durante décadas llevó en Almería la representación y distribución del Ceregumil, aquel producto milagroso que se le daba a los niños y a los enfermos como reconstituyente. Su vinculación con este alimento les valió el apodo de los ‘ceregumiles’, con el que eran conocidos los ocho hermanos. Un año en el que la marca  Ceregumil promocionó el producto regalando viseras de propaganda, todos los niños de la calle lucieron viseras durante meses. 



En la esquina con la calle Minero vivía don Joaquín Moya Angeler, que fue delegado de Hacienda en Almería. La vivienda estaba al lado de la cochera de Pepe Cerrá, más conocido como ‘el Gamuza’, que era el taxista del barrio y uno de los más célebres de la ciudad en los años cincuenta. Manuel Vicente Leal, el vecino más antiguo de la calle, recuerda que cada vez que su familia se iba a pasar unos días al cortijo que tenían en Vícar, era Pepe Cerrá el que los llevaba en su taxi.



En ese tramo alto de la calle estaba también la consulta del doctor Pelegrín Rodríguez, el médico por el que pasaron todos los niños del barrio para curarse aquellos eternos resfriados de la posguerra, cuando todavía no se había extendido el uso de antibióticos y el remedio más cercano y barato era el de los vapores  con hojas de eucalipto. El doctor Pelegrín pertenecía al equipo médico de la empresa Fuerzas Motrices del Valle de Lecrín y fue uno de los primeros que trajo a Almería los aparatos para las hernias. 



La calle de Javier Sanz era en aquellos años un hervidero de niños, que se pasaban los días jugando por los descampados que aparecían al otro lado de la Rambla, y por la misma Rambla, que entonces era un paraíso inagotable para la fecunda imaginación infantil. En el invierno de 1943, el Ayuntamiento mandó plantar a lo largo del cauce más de tres mil moreras que fueron el alimento de los gusanos de seda de toda la ciudad y el entretenimiento de varias generaciones de niños que trepaban por sus ramas para coger las hojas. Los niños de la calle Javier Sanz solían frecuentar la fábrica de gaseosas de Enrique Ruiz Espinar, en la calle de Reyes Católicos, en busca de las chapas con las que jugaban después al Tour de Francia dándole vueltas a la Escuela de Artes. Los más atrevidos se metían a jugar con las chapas dentro del edificio, buscando la excelencia de su suelo de mármol, y allí organizaban grandes partidas y carreras hasta que aparecía el director y los echaba fuera del recinto. 



Era la calle de  la taberna de la señora Clotilde, la esposa del cochero. Fue la mujer de la calle en los años de la posguerra, cuando una desgracia la obligó a buscarse el pan trabajando hasta el anochecer. Su marido, Enrique Leal , era uno de los cocheros más importantes de la ciudad en las primeras décadas del siglo pasado. Tenía dos coches de caballos en propiedad y clientela suficiente para vivir de forma holgada, hasta que un accidente le cortó las alas de raíz. Una tarde que fue a llevar a una familia a Cabo de Gata, al intentar atravesar el río a la altura de Los Molinos, se encontró con que el cauce venía con mucha agua. Como entonces no había puente para atravesar aquel paraje, decidió arriesgarse y cuando trataba de alcanzar la otra orilla la corriente arrastró el coche varios metros, volcándolo y provocando la caía de los ocupantes. El cochero pasó tanto miedo que del susto le dio una subida de sangre que le afectó a la vista, quedándose ciego. 



Sin vida en  los ojos tuvo que dejar el oficio y para sobrevivir, vendieron los dos coches de caballos porque había que sacar adelante a una familia con cinco hijos que había aumentado al terminar la guerra civil con la incorporación a la casa de tres sobrinos que se habían quedado huérfanos de madre. 



En los momentos más duros, la señora Clotilde tiró de la familia con ese espíritu de mujer luchadora que siempre tuvo y a fuerza de coraje sacó a flote la nave antes de que se hundiera. Con el poco dinero que le quedó tras vender los coches, invirtió en comprar mesas y sillas para montar una improvisada taberna en la cochera de su vivienda. 

La taberna de la ‘señá Clotilde’, como la llamaban los cocheros, tuvo desde sus comienzos un aire familiar que la hizo diferente, y que permitía a su clientela pasar un buen rato con la misma confianza como si estuvieran en el salón de su casa. La señora Clotilde llegó a tener una clientela importante y numerosa. Servía el vino en jarras de barro que había comprado en Guadix, a una parroquia formada  por los cocheros que frecuentaban la calle de Javier Sanz por la presencia de los herradores. 



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