El abuelo lo sabía todo. Guardaba el tarro de la sabiduría y llevaba sobre sus hombros la universidad de los años. A él acudíamos cuando la vida nos apretaba: cada vez que nos atrancábamos en una terrible multiplicación o cuando nos caía un castigo y no nos dejaban salir a jugar a la calle.
El abuelo era el patriarca moral de las casas. No le hacía falta mandar, ni dar órdenes, ejercía un liderazgo silencioso y solo con una mirada o con un gesto podía cambiar el curso de los acontecimientos.
Los niños no entendíamos sus manos arrugadas y las repasábamos con los dedos con cara de asombro, sin saber que en cada pliegue había escrita una historia, un sueño no cumplido, una herida, una ausencia.
Agarrados a esas manos salíamos a dar nuestros primeros paseos, cuando no nos dejaban andar solos por las calles. El abuelo nos llevaba al puerto y por el camino hacía una parada delante del primer carrillo que se encontraba para comprarnos una peseta de caramelos, que entonces era un tesoro, o dos barras de regaliz de aquellas que vendían por dos reales.
Con el abuelo fuimos al cine por primera vez, a la primera función de la tarde para ver una de romanos. El abuelo nos fabricó aquella primera cometa de cañas y de papel con la que echábamos a volar nuestros sueños infantiles desde el punto más alto de la azotea. El abuelo nos engrasaba la cadena de la bicicleta, nos ajustaba los frenos y el sillín y nos curaba las heridas de las rodillas cuando estábamos aprendiendo a montar y terminábamos siempre en el suelo.
De la mano del abuelo escribimos nuestra primera carta a los Reyes Magos y nos colocamos delante del escaparate de Almacenes el Águila para ver los juguetes. Con él jugábamos a los desfiles en el terrao, armados con palos de escobas y perfectamente uniformados con gorros de papel.
El abuelo nos regaló aquel primer álbum de estampas que todos los años aparecía por el mes de septiembre para contrarrestar las penas del colegio. Con él completábamos la colección, sobre a sobre, pegando cada estampa con parsimonia, en un ritual donde nunca faltaba el bote de pegamento Imedio. Con el abuelo salíamos a la calle a cambiar las estampas con los otros niños y a coger las hojas de mora para los gusanos de seda en los árboles de la Rambla.
El abuelo era uno más de la casa y estaba tan presente en nuestras vidas como un padre o una madre. A él no le tocaba educarnos, bastante tenía con entendernos, con ser un niño como nosotros cuando tocaba jugar y a convertirse en nuestro paño de lágrimas cuando tocaba llorar.
La casa estaba impregnada con la esencia del abuelo. En un rincón aparecía el sillón del abuelo, que había ido tomando su forma con tanta precisión que aunque estuviera vacío veíamos su figura grabada en los cojines. El sillón del abuelo era sagrado, como el trono de un monarca, como el báculo que lo sostenía cuando las piernas empezaban a fallarle. A los niños nos gustaba mucho jugar con el bastón del abuelo y lo mismo lo utilizábamos como escopeta cuando jugábamos a los indios que como lanza cada vez que nos metíamos en el papel de Tarzán.
El sillón del abuelo, el bastón del abuelo, el abrigo del abuelo, el sombrero del abuelo y las batallas del abuelo, que tanto nos gustaba escuchar cuando después del almuerzo nos acurrucábamos entre sus piernas a tomar el sol mientras él nos acariciaba la cabeza. El abuelo tenía la llave de todas las historias que queríamos escuchar y lo mismo nos contaba una de la guerra que una de miedo. La que más nos impresionaba y también la que más le pedíamos, era aquella leyenda del hombre del saco que merodeaba por los callejones oscuros persiguiendo sombras de niños.
Las batallas del abuelo y el duro del abuelo, aquella moneda que siempre llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta para cuando llegara el momento de recompensarnos. Los niños le registrábamos todos los bolsillos en busca de alguno de esos tesoros que siempre llevaban los viejos. Lo que más nos atraía era el reloj de cadena al que pegábamos el oido para escuchar el sonido de los pasos del tiempo. Las batallas del abuelo, el duro del abuelo, el viejo reloj del abuelo, el paquete de tabaco de liar que se fumaba a escondidas en la azotea mientras los niños lo mirábamos embelesados viendo como encendía el cigarrillo con el mechero de yesca. Éramos cómplices del abuelo: lo dejábamos fumar sin que nadie lo viera y él nos perdonaba nuestros pecados.
De vez en cuando aparecía por la casa el médico que venía a ver al abuelo. Le escrutaba el pecho con el fonendoscopio y le recetaba las medicinas. Un día, el abuelo dejó de acompañarnos al puerto y ya no salía a la calle a tomar el sol con nosotros. Se fue apagando en el sillón, con la mirada perdida, durmiéndose antes de que empezara el Telediario. Una tarde, cuando regresamos del colegio su butaca estaba vacía.
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