Las autoridades de la República, empeñadas en sacar de la miseria a tantas familias que mal vivían en los cerros de la Chanca, empezaron por cambiarle el nombre al popular cerrillo del Hambre para bautizarlo como el cerro de la Libertad. Muchos de sus vecinos siguieron pasando penas, pero al menos la palabra libertad les llevaba un soplo de esperanza que no llenaba sus estómagos vacíos, pero sí les ventilaba el alma.
En aquellos años el negocio más importante del barrio era la panadería de Ángel Rubí Espinosa. Estaba situada en el entonces llamado Llano de San Roque, en la esquina entre la calle de Hipócrates y la calle Entena. La calle de Hipócrates estaba considerada en aquellos tiempos como una de las principales del barrio por tener suelo de adoquines, por desembocar frente a la explanada de la iglesia y porque en ella se juntaban las casas de más solera, que habían sido construidas por familias de armadores y gentes de la mar.
La panadería de Ángel Rubí le daba vida a aquella esquina donde se cruzaban dos mundos completamente distintos. Por un lado, la vida que generaba aquella manzana próspera de familias con trabajo que ocupaban el llano, y por otro ese torrente de pobreza que bajaba desde los cerros, la mayoría de las veces sin una moneda que echarse al bolsillo. Se decía entonces que el barrio tenía dos templos: el espiritual donde se veneraba a San Roque y a la Virgen del Carmen, y el laico, donde de madrugada se elaboraba el bendito pan de cada día. Los niños de las cuevas, los que no sabían lo que era un bollo de pan tierno, bajaban por las cuestas del cerro y se sentaban en los trancos frente a la panadería para respirar el aroma que salía del obrador y recoger los restos del pan duro que había sobrado del día anterior.
La guerra civil fue un mazazo para el negocio. Un grupo del comité de obreros republicanos irrumpió en el establecimiento una mañana, detuvo a su propietario y se quedó con la empresa. Ángel Rubí no llegó a sobreponerse de aquel asalto y a los pocos días de terminar la guerra falleció.
La panadería del llano siguió abierta en manos del hijo del fundador, el joven Manuel Rubí Zaragoza, que en los años de la posguerra vivió sus días de esplendor. Eran tiempos complicados por el racionamiento que obligaba a comprar el pan mediante cartillas, pero a la vez fue una época de intenso trabajo porque su obrador abastecía a los centros de auxilio social del barrio.
La panadería de los Rubí funcionaba a toda máquina y llegó a ser tan próspera que sus propietarios invirtieron una parte de sus ganancias en viviendas con el fin de mejorar la vida de aquellos vecinos de los cerros que vivían en condiciones infrahumanas. Así nació el llamado barrio de las Casas de Ángel, nombre con el que su promotor, Manuel Rubí, quiso homenajear la figura de su padre.
Era una urbanización de viviendas pequeñas donde llegaron las familias en régimen de alquiler, pequeñas rentas que iban pagando con gran esfuerzo a cambio de poder vivir en una casa con ventanas y puertas. Muchas de aquellas gentes venían de las cuevas, algunos con los ojos heridos por la falta de higiene y la oscuridad.
Eran hijos de la luz interminable del cerro y de las sombras profundas de la tierra. Camaleones adaptados a la dureza del paisaje, convictos de perseguir al sol por cuestas y barrancos. Para ellos, la vida estaba allí fuera, en las laderas de los cerros desde donde la ciudad parecía un decorado de cartón piedra y el mar una acuarela que se perdía en el horizonte.
Por las cuestas de las Casas de Ángel trepaban los niños como gatos y las mujeres subían cargadas con el cántaro del agua en un costado. A las casas les sobraba la luz y el aire fresco que llegaba del mar, pero no tenían agua ni alcantarillado y había que ir a buscarla al caño del cerrillo del Hambre. La demanda era tan grande que se formaban colas delante del grifo y había que pedir la vez para poder llenar los recipientes.
Era un universo primitivo de mujeres que se pasaban la vida criando hijos, de niños acostumbrados a la libertad de un mundo sin relojes y sin escuela. Para ellas la juventud pasaba volando, tan deprisa como se les había ido la infancia. Aquellos niños aprendían los códigos de supervivencia mientras gateaban por las piedras y dejaban atrás la infancia antes de doblar la esquina de los diez años.
Para aquellas gentes criadas en la nada, la panadería era la otra casa de Dios, cuando el humo del obrador revoloteaba por las azoteas del barrio y mezclado con la brisa del mar llegaba hasta los cerros, penetrando por las ventanas de las casas, por las rendijas de las cuevas y por los agujeros del alma.
No hacían falta despertadores ni relojes para echar a andar. El aroma del pan sacaba a la gente de la cama, era la señal de que empezaba un nuevo día y había que salir a la calle a buscarse la vida. Entre aquellas paredes, entre las manos de los panaderos, resucitaba la vida cada mañana. En cada kilo de pan iba un trozo de esperanza que hacía posible que las familias comieran todos los días. “Deme usted dos bollos de a perrilla que mañana se los pagará mi madre”, y el panadero tenía que vender fiao en aquel universo de bolsillos rotos y estómagos vacíos.
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