La Almería de los años cuarenta y cincuenta olía a boñiga de caballo y a pan. No había grandes fábricas que perturbaran el aire y los automóviles que circulaban se podían contar sin grandes esfuerzos, por lo que los aromas cotidianos eran los que dejaban los caballos, el rastro que quedaba cuando pasaba el carro de la basurero y sobre todo, por encima de todos, el perfume del pan que era el alimento principal en la mesa de los ricos y de los pobres.
El pan llegó a ser uno de los alimentos que se compraban con cartilla porque escaseaba la harina y había días que había que hacer cola para poder llevarse una ración. Se formaban aglomeraciones delante de las panaderías antes de que amaneciera y si el suministro llegaba escaso los últimos se iban con la talega vacía y tenían que buscarse la vida en ese laberinto del estraperlo que era entonces la calle de Juan Lirola y sus callejones.
Había que ir en busca de aquellas mujeres enlutadas que bajo sus mantos y entre sus piernas escondían un saco lleno de panes que habían conseguido colar desde Guadix. Llegaban en el primer tren de la mañana y en la última parada antes de la estación de Almería, se bajaban para burlar la vigilancia de los fielatos. Tenían su propia hoja de ruta donde aparecían los caminos rurales por los que se internaban en la ciudad evitando los registros.
Faltaba el pan y sobraban panaderías. Era difícil encontrar un barrio donde no hubiera al menos dos o tres despachos de pan y a veces llegaban a competir varios en la misma calle en una época donde había familias que pasaban los días con un trozo de pan mojado en aceite. Podía faltar la luz, podía faltar el agua, podía faltar el azúcar, pero un trozo de pan, aunque fuera un mendrugo, era tan necesario como el aire que se respiraba.
El Barrio Alto era entonces el imperio del pan. Llegaron a juntarse seis panaderías: la de José Jiménez, la de Juan Abad Felices, la de Joaquín Rodríguez, la de Juan Mayoral, la de Pablo Rueda y la de Manuel López Hernández. El barrio de los Molinos de Viento tenía tres panaderías: la de Juan López Segado, la de Pepe Ruano y la de Juan Segura, además de las dos que competían en el arrabal de las Chocillas: la panadería de Francisco Segura Viciedo y la de Manuel Gázquez.
La calle de Granada era también un templo del pan caliente. Olía a pan por todos sus puntos cardinales: la panadería de Juan Beltrán, la de Manuel Salvador Oyonarte, la de Francisco Fernández Montoya y la que regentaba José Zea López. En la calle Murcia aparecían los negocios de Guillermo Salvador, de Rafael Moreno y de Antonio Salvador. No eran las únicas tahonas de aquella manzana, ya que las calles de Serafín, la Palma, Silencio, Berenguel, Noria y Pato, tenían también sus pequeñas panaderías. En la Almedina reinó durante años la panadería de Juan Amate, tan importante en el barrio como lo era la de Carolina Montes en el entorno de la calle de Mariana. En la calle de Marín, pegada a la Plaza del Ayuntamiento, estaba el negocio de Agustín Oña, donde iban las mujeres de la vida a llevarse los bollos que salían defectuosos del horno.
En la calle Hércules estaba la panadería de Antonio Aparicio; en la Plaza de Flores la de Francisco López Hidalgo; en la calle Castelar la de Antonio Góngora y en Conde Ofalia la muy célebre panadería del Cañón, que en la posguerra estaba en manos de Manuel Luque Martínez. En la calle Real había dos panaderías, la de Cristóbal Amate y la histórica panadería de Santo Domingo, del empresario Juan García Sánchez, que anunciaba su negocio con artísticos carteles publicitarios que regalaba a sus parroquianas.
En el barrio de la Caridad tenía mucha fama la panadería de Cristóbal Rodríguez Ibáñez, que abastecía también a la zona de los cortijillos de Belén. En la calle de Antonio Vico estaba la panadería de Francisco Giménez Rodríguez; en la calle del Calvario la de Pedro Sánchez Guerrero; en el Quemadero la de José Bretones; en la calle Regocijos la de Ricardo Montoya; en la calle Restoy la de Juan Jerez y en la Rambla de Alfareros la panadería de María Pérez Morales.
En la Plaza de Pavía destacaba la panadería de Francisco Cuadrado Montoya; la de Antonio Padilla en la calle del Muelle; la de Dionisio Guillén en Cruces Bajas; la de Juan Fernández Sánchez en Chamberí; la de Juan Hernández en la calle de Valdivia y la de la familia Rubí en el llano de San Roque.
En la calle del Reducto estaba la panadería de Antonio Gómez Bueso. En aquellos años de carencias, el horno de la panadería de Antonio fue uno de los motores que le dieron vida al barrio. “Antonio, déjeme usted que ase estos boniatos para los niños, que no tienen otra cosa para la cena”, le pedían las mujeres, y él no dudaba en prestarle el horno para que pudieran comer esa noche.
Cuando por culpa de las frecuentes restricciones escaseaba hasta la leña, el horno seguía encendido aunque fuera a base de esparto y de cáscaras de almendras, el combustible que salvaba a los pobres.
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