El éxito fue rotundo. Almería se volcó con la caravana de Montecarlo y los organizadores de la prueba quedaron tan satisfechos con la respuesta de la ciudad que al año siguiente nos volvieron a incluir en su hoja de ruta. Una semana después, cuando llegaron a los kioscos las revistas especializadas en automovilismo no hubo que devolver un solo ejemplar, se vendió todo el papel.
A pesar del excelente trabajo de Ramón Gómez Vivancos y de su equipo y de la colaboración perfecta de las autoridades, nadie alardeó del éxito en nuestra ciudad, y como era costumbre en aquel tiempo, la humildad presidió todos los pasos antes, durante y después del rallye. Si hoy viniera una carrera de la importancia que entonces tenía la de Montecarlo, los protagonistas en la prensa no serían los pilotos, los coches y los espectadores que tomaron las calles, sino los políticos de turno que saldrían en todos los titulares como si ellos hubieran sido los ganadores.
El Paseo fue una fiesta en la tarde de aquel 21 de enero de 1972. Los cafés y sobre todo el kiosco de las pipas, hicieron negocio y media Almería disfrutó con el espectáculo de coches, de pilotos, de mecánicos y de periodistas, ya que con la caravana del rallye venía un regimiento de informadores, la mayoría de ellos extranjeros, que se hacían notar entre la tramoya con aquellos aparatos de grabación que llevaban colgados sobre los hombros, y que a nosotros nos parecían revolucionarios.
¿Cómo era aquella Almería que visitó el prestigioso Rallye de Montecarlo a finales del mes de enero de 1972? Era una ciudad que seguía alardeando de su clima como única bandera para atraer al turismo y era una ciudad que seguía lamiéndose las heridas porque en Málaga nos habían quitado el título de Costa del Sol. Para contrarrestar aquella injusticia nosotros nos inventamos otro eslogan más sugerente aún, el de ‘Almería, paraíso del sol’. Sí, seguíamos dándole vueltas al asunto, como si nos hubieran ofendido gravemente. Un editorial del periódico La Voz de Almería llegaba a decir: “Almería, ciudad luminosa de la Costa del Sol, se caracteriza por su sol que aquí brilla con más fuerza y potencia que en otros lugares. Tierra del sol, costa del sol, paraíso del sol y otros tantos títulos que con pleno derecho ostenta”. Definitivamente, habíamos consagrado nuestra ciudad al dios Ra.
En aquel enero de 1972 cuando vino el rallye, la romería de Torre García se celebraba el primer domingo de enero y era el plato fuerte de nuestras modestas fiestas de invierno. El primer día del año era entonces el día grande para las salas de cine que procuraban programar grandes estrenos. En el Reyes Católicos vieron los adolescentes de la época ‘Love Story’ el uno de enero del 72, y hasta los cines más modestos, como el Pavía y el Bahía, tiraban la casa por la ventana con películas de primer nivel.
1972 fue el año de la eclosión definitiva del papel pintado, que se anunciaba en los periódicos entre los regalos de Reyes. “Señora, renueve su casa con los papeles pintados Shark”, contaba la publicidad. Fue el año de las máquinas de escribir de Manuel Benavides, que tenía la tienda en la calle de Trajano. El regalo de Reyes más preciado por los padres de clase media aquel año era una máquina de escribir para que los niños aprendieran a manejarla. Se decía entonces que la mecanografía era un seguro de vida a la hora de encontrar un buen trabajo, así que nos pusieron a todos a teclear con las dos manos a toda velocidad.
Si la revolución social la trajo el Rallye de Montecarlo, la revolución comercial vino de la mano de un ambicioso complejo de negocios que ese mismo mes de enero se puso en marcha en Almería con el nombre de Centro Comercial Altamira. Ya teníamos Simago y ahora, copiando los modelos de las grandes ciudades, un complejo comercial donde en una misma manzana podíamos encontrar un cine, un banco, un supermercado, una cafetería, una farmacia, una librería, una óptica, una sauna y una peluquería.
Aquel mes de enero del rallye se había puesto de moda celebrar la noche de reyes en los restaurantes. En el Palmer, con orquesta incluida, se ofrecía un menú de gala por setecientas pesetas, que entonces era un capital.
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