Tenía tres despachos fundamentales: el de la consulta en la calle de Emilio Ferrera, el del mostrador del estanco de la calle Mariana y el del velador del bar de la esquina, donde recibía a los amigos de verdad.
Siempre tenía un cigarrillo entre los labios y una idea bajo el sombrero. Por la mañana, lo primero que hacía era fumar y el primer lugar que visita después del cuarto de baño era el estanco. Era médico pero no quería oir hablar de enfermedades ni de los efectos nocivos del tabaco. Mientras que tuviera fuerzas para seguir fumando lo iba a seguir haciendo, como una vocación. Cada uno elige su destino.
De su vida contaba que la mañana en la que su padre fue a hacerle la partida de nacimiento, el responsable de inscribirlo tuvo trabajo doble y dijo algo así: “Me podía haber quedado en la cama”. Aquella mañana su padre tuvo la inspiración de ponerle al niño Cristóbal Ezequiel de la Santa Cruz Esteban López, y porque no se le ocurrieron más nombres.
Nació en el cortijo el Barranquillo de Canjáyar en 1944 entre parrales y balsas. Su padre se había hecho médico después de la guerra por lo que el niño tuvo una infancia itinerante, siempre de un lugar a otro, allá donde mandarán a su padre. Trabajó en Almería en la llamada casa de la perra gorda, en la Plaza Circular; fue practicante en Pechina y médico de las Pocicas, Líjar, Chercos, Lúcar y Alboloduy. Tanto cambio de casa provocó que el niño no llegara a cogerle cariño al colegio ni tampoco a los maestros. Estando en Alboloduy le dio una pedrada a su profesor. Le pegó más de lo que merecía y tuvo que vengarse. El castigo fue muy duro: su padre lo puso a trabajar en la carretera del empalme de Gérgal llevando el botijo del agua.
También tuvo sus disputas con el maestro de Canjáyar, don Bartolomé, que se enfadaba cuando el niño soltaba un gorrión en medio de la clase y lo solucionaba desenfundando la vara de almendro. Cristóbal era de los que pensaban que todos los niños debían de aprender jugando y él lo hacía a menudo cuando estaba en el colegio, pero después tenía que poner las manos para que le dieran palmetazos y utilizar el método del ajo para que no le hicieran daño. No recordaba si los palos le dolían más o menos con el ajo, pero lo que nunca olvidó fue el cabreo que cogía el maestro cuando le olía las manos. Estando en Íllar se preparó para el Bachillerato de la mano de don José Ropero, uno de aquellos profesores que eran sabios y que sabía cómo tratar a un niño con cierta inclinación a la rebeldía para no herir su sensibilidad. Fue su universidad. Aprendió mucho a su manera, sin imposiciones. Después se examinó de Reválida de cuarto como alumno libre y en quinto se matriculó en el colegio Diocesano de la Plaza de la Catedral, en una época donde la disciplina era estricta y donde existía la creencia de que todo el que salía aprobado del centro tenía asegurado el éxito en una carrera. Lo obligaban a aprender y estudiaba, pero tuvo una mala experiencia con un cura que disfrutaba castigando.
Cuando aprobó el Bachillerato hizo el ingreso para Magisterio, pero se retiró a tiempo al comprobar que no estaba preparado para enseñar. Eran tiempos de dudas, de no saber qué camino coger, por lo que optó por irse al servicio militar, nada menos que a la Legión y a Ceuta cuando era la Legión de verdad, aquella de los primeros tatuajes y de los botones de la casaca abiertos aunque fuera diciembre. También aprendió mucho. Le enseñaron lo que era la disciplina de verdad, la que le hacía falta, y aprendió que es más fácil obedecer que mandar y que es mejor ser segundo que primero, hacer lo que hubiera que hacer y pasar desapercibido.
Fue en 1969, ya licenciado, cuando se centró de nuevo en los estudios y quiso labrarse un futuro. Escogió el mismo camino de su padre, Medicina y se lo tomó como un sacerdocio. Cuando empezó a ejercer aprendió que no se puede ser médico de cuatro a ocho, o de diez a una, sino a todas horas,en cualquier momento. Ejerció en Puertollano, en las minas de Almadén cuando la actividad era todavía frenética, en Huércal Overa y en el hospital de Torrecárdenas. Además, puso una consulta de traumatología, primero en la calle Reyes Católicos y después en su domicilio de la calle Emilio Ferrera, por la que ha pasado todo el barrio en los últimos treinta años. El tiempo libre que le dejó el trabajo lo aprovechó para viajar. En su búsqueda por el sitio perfecto se encontró con Cuba. La experiencia le cambió la vida. Se enamoró de Cuba después de recorrer sus calles, de beber en sus bares y de enamorarse de una cubana. Se quedó sorprendido cuando fue por primera vez, al comprobar que aquello era España, que tenía la sensación de haber estado allí cientos de veces, que toda aquella gente era conocida.
Después de una vida intensa, Cristóbal acabó recluido en su barrio, habitando otra isla, la que iba del salón de su casa al estanco y al bar de la calle de las Tiendas, donde siempre encontraba un amigo con el que compartir. Sus días transcurrían serenos, sin prisas, sin trabajo, gestando ideas en el sillón de su despacho, donde vivía rodeado de libros viejos, de papeles y de sombreros, y donde el retrato de su mujer cubana presidía la pared principal y la llenaba de nostalgias.
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