El ocho de diciembre sigue siendo un día marcado en rojo en el calendario, aunque ya no tenga la fuerza religiosa que tenía hace unas décadas. Hasta las festividades más devotas han ido perdiendo empuje, incluyendo a la Navidad. El motivo religioso ha quedado relegado a un segundo plano y ahora lo celebramos todo en los bares, que se han convertido en los auténticos templos de nuestro tiempo. Si las misas se celebraran a la una de la tarde con la recompensa de unas cañas y sus correspondientes tapas, habría que hacer cola en las iglesias.
El ocho de diciembre festejamos todavía el día de la Inmaculada Concepción, aunque lo que realmente celebramos es el puente que nos permite hacer un ensayo de las navidades con tres semanas de antelación. Fue en los años sesenta cuando la fiesta de la Purísima empezó a cambiar su decorado después de veinte años de exaltación religiosa y de propaganda política.
Para el ocho de diciembre de 1942, a las autoridades de Falange se les ocurrió que para darle más realce a la fiesta, para que transcendiera de lo estrictamente católico, se celebrara ese día no sólo la fiesta de la Virgen, sino también el Día de la Madre, “en reconocimiento a la madre española, a la madre abnegada que conllevó tan heroicamente las penalidades de la Cruzada”, decía el mensaje publicado en la prensa de Almería para justificar esta nueva celebración.
En aquel tiempo de la posguerra el día de la Inmaculada tenía también un marcado acento militar. Era el día de la Patrona de Infantería y en el cuartel de la Misericordia se decretaban varios días de fiesta donde había música, carreras de sacos, cucañas y hasta combates de boxeo.
La banda de cornetas y tambores del Regimiento organizaba una retreta floreada en la puerta del Gobierno Militar, que era seguida por cientos de fieles. Para rematar la festividad, los militares se vestían de gala en un baile multitudinario en el Casino.
En los centros de enseñanza también se festejaba a la Purísima con una velada literaria musical que tenía como sede el salón de actos del colegio de la Salle. Los alumnos del Instituto aprovechaban que era el Día de la Madre para hacer un programa de radio en directo que llegaba a todos los hogares de la ciudad. Por la tarde salía de la iglesia de los Padres Franciscanos la procesión de la Inmaculada, con filas interminables de mujeres y en la parroquia del Sagrario de la Catedral y en Santiago se organizaba una Novena dedicada a la Inmaculada Concepción.
Los años sesenta marcaron una nueva forma de celebración de esta fiesta tan señalada. La crisis de fe de aquel tiempo fue reduciendo los actos religiosos y el ocho de diciembre fue cambiando la fe de los templos por otro tipo de fe, la de las fiestas paganas, la de las excursiones, la de los viajes en coche y la imparable fe de los bares.
El ocho de diciembre de 1964 fue el último en el que además de la festividad de la Purísima se celebró el Día de la Madre. Un año después, en 1965, se acordó que el Día de la Madre diera un salto en el calendario y pasara al uno de mayo, por aquello de quitarle protagonismo a la fiesta del trabajo que por aquella época estaba tomando fuerza, y de paso, por darle un poco de vida a los comercios a los que mayo se les solía hacer un mes muy largo.
Hubo un intento por parte de la Iglesia de que el ocho de diciembre siguiera teniendo fuerza cristiana, pero fue muy tímido. Recuerdo que en mi barrio, a finales de los años sesenta, un joven que estaba metido de lleno en la vida de la Catedral, el querido Antoñico Asensio, conocido también por el del Chorro porque su padre trabajaba en la fábrica de la luz, era el encargado de organizar con las monjas del Hospital una jornada festiva decorando con palmeras y ramas algunas calles de la Almedina para que la imagen de la Purísima recorriera el barrio. Aquella ocurrencia era una gran fiesta para los chiquillos, que la vivían jugando, alejados de cualquier coartada religiosa que resultara seria y aburrida.
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