Si el estadio de la Falange era nuestro símbolo deportivo más importante, la joya de la corona, no es difícil imaginar cómo serían los otros escenarios, los de segunda fila, donde a lo largo de más de cuarenta años los almerienses jugaron a ser estrellas del fútbol embadurnados en Reflex.
Lo máximo era el estadio de la Falange, con su terreno de juego inmenso y su infraestructura inacabada, pasada de moda. Todo en aquel recinto estaba impregnado del óxido de la época. Todo tenía una antigüedad primitiva, de viejos rituales que no cambiaron jamás. Ir allí era un regreso a los primeros tiempos del fútbol, cuando este deporte tenía intactos sus códigos tribales y las costumbres que han ido desapareciendo con la modernidad.
El estadio de la Falange se quedó anticuado a los pocos años de su construcción y desde entonces mantuvo sus estructuras de otro siglo sin más renovación que las torretas de la luz que se levantaron en los años sesenta. Estas torres, que entonces supusieron un notable adelanto que permitía jugar partidos por la noche, fueron también un problema para los directivos, porque se convirtieron en el lugar perfecto para acceder al estadio sin pagar la entrada.
La grada principal era la de Preferencia, que corría paralela a la calle Estadio, y enfrente estaba la General, donde iba en masa la afición. Más que un graderío era un conjunto de escalones de piedra sin escaleras de acceso y sin vomitorio alguno.
También formaban parte de la personalidad del viejo estadio el único váter público, que siempre estaba sucio, y el túnel de acceso a los vestuarios, donde olía a linimento del ‘Tío del bigote’. La megafonía también era característica. Funcionaba con altavoces colocados en las dos gradas, y como el sonido no llegaba al mismo tiempo, las alineaciones siempre sonaban con eco, como si cada jugar se alineara por dos veces.
Otro escenario que competía con la Falange era el primitivo campo de la empresa Motoaznar, que después fue absorbido por las instalaciones del Seminario de la Carretera de Níjar.
El campo del Seminario era todavía más pobre y destartalado que el de la Falange, con pequeñas gradas paralelas a la fachada posterior del colegio y con su pared de frontón para que los niños que estudiaban para el sacerdocio pudieran curtir también el cuerpo. En los años sesenta todavía funcionaba en la ciudad el campo de la playa de las Almadrabillas, que nació sobre las ruinas de la antigua fábrica del gas, por lo que popularmente llevó su nombre. En esa época, allá por los años cincuenta, se abrió una nueva instalación en la zona norte del barrio de Los Molinos, que fue bautizada con el nombre de campo de Las Chocillas. Era un lugar privilegiado para hacer deporte porque estaba en la parte alta de Almería, con vistas privilegiadas, pero nunca llegó a tener presencia de campo grande.
En los años setenta, el crecimiento de la ciudad y la fiebre por el fútbol, con el aumento de las fichas y de las competiciones, obligó a las autoridades a buscar nuevos escenarios. El barrio del Zapillo tuvo su propio campo, bautizado después con el nombre de Rafael Andújar en honor a uno de sus grandes aficionados, y hasta en el anchurón de la Térmica se habilitó una explanada para convertirla en ‘estadio’, gracias a la iniciativa de un enamorado del deporte, el mítico Eloy Tripiana, que de la nada se inventó un campo de fútbol.
Eloy Tripiana estuvo muy ligado sentimentalmente a los pequeños equipos de barrio, especialmente al Reino, donde jugaban los muchachos de la zona del Santo, y después el Hércules, que tenía la sede en la subida a La Alcazaba. A comienzos de los años setenta, el presidente de este club, Antonio Belmonte, consiguió que le cedieran un trozo de terreno en la vega del Zapillo, al lado de la Central Térmica. Lo que sólo era un arenal, se fue transformando día a día en un campo de fútbol. Eloy fue uno de los que trabajando de día y de noche, aplanando el terreno, esquivando la boquera y arrancando cañas hasta conseguir un campo decente que fue sede del Hércules y del Pavía en aquellos años. Para vallarlo, utilizaron los bloques de obra que sobraron de la caseta del Partido Comunista, que ocupó esa zona en la Feria de 1976, y para hacer los vestuarios, se costearon con el dinero que el club ingresó cuando dos jugadores de su cantera, Gallardo y Pinazo, se fueron a probar con el Real Madrid.
La construcción en el barrio de Los Molinos de un instituto de Bachillerato, propició que en sus terrenos se levantara un campo de fútbol, pequeño y rudimentario, pero que dio grandes alegrías a los jóvenes de aquella barriada. Quizá, el invento más estrafalario en cuanto a instalaciones deportivas, fue el llamado campo de las Tres Tumbas, en el cerro de las casas de Ángel, en la Chanca. No hubo en Almería un campo tan peculiar como el del San Roque, tan ligado al cerro que las piedras servían de graderío.
Hijo de los años setenta fue el campo del Quemadero, en el cerro de la Molineta, allí se disputaba partidos de la liga de empresas, lo mismo que en el campo de las Minas de Gádor, que apareció unos años más tarde para ocupar los terrenos de un antiguo cortijo que había en la loma, donde hoy está ubicado el centro comercial Alcampo. También ligado al fútbol empresarial nació el campo de la Michelín, con su terreno de juego de hierba.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/248912/los-estadios-mas-insolitos-que-tuvimos