La Navidad sonaba a brasero debajo de la mesa de camilla, a luces extraordinarias en los comercios, a anuncios de turrón en las primeras televisiones, a pobres de solemnidad que llegaban desde el extrarradio buscando la generosidad de los que podían comer caliente todos los días.
La Navidad sonaba a villancico que salían del interior de la biblioteca Villaespesa, a niños jugando en la calle, a petardos , a mistos de crujir, a pavos engordados en los patios, a la lotería que nunca tocaba, a los aguinaldos del cartero y del basurero, y sobre todo, la Navidad sonaba a regreso y a nostalgia. El regreso de los que estaban fuera y la nostalgia de recordar a los que se habían ido para siempre y a los que estando lejos no podían volver para las fiestas.
En mi calle a la Navidad se le llamaba también con el nombre de ‘las pascuas’. La gente no te felicitaba por ser Navidad, te felicitaba por ‘las pascuas’, que sonaba a botella de anís y Licor 43, a niños con panderetas dando la tabarra y a bandeja de mantecados en la mesa del comedor por si llegaba alguna visita.
La palabra Navidad era para Madrid y para esas grandes capitales que veíamos tan bien iluminadas en los telediarios, donde la gente hacía colas en los comercios y delante de la administración de doña Manolita. Nosotros, con menos luces y menos tramoya, nos conformábamos con nuestras ‘pascuas’, que llenaban el Paseo de luces de colores y de villancicos y que cada años nos traía, en trenes anticuados que siempre llegaban con retraso, a todo el ejército de universitarios que estudiaba en Granada y en Madrid. Aquí no sentíamos de verdad que había llegado la Navidad hasta que los bares del centro se llenaban de estudiantes, que entonces eran también los más modernos, la vanguardia de la juventud, los que antes obtenían el permiso para llegar tarde a sus casas y también los que antes disfrutaban del milagro de un cuerpo desnudo.
Cuando llegaban los estudiantes decíamos aquello de “ya estamos todos” y entonces empezábamos las fiestas, que hace cincuenta años todavía conservaban un aire de Navidad antigua que pasaba por los puestos callejeros del Mercado Central y por el olor a embutidos recién hechos que perfumaba los barrios. No se había perdido todavía la costumbre de las matanzas caseras, y aunque ya empezaban a estar perseguidas por la autoridad, siempre había alguna familia en nuestra calle que por Navidad mataba un marrano sin permiso y después compartía las morcillas y los chorizos con medio barrio.
Al lado de mi casa, mi vecina María solía hacer matanza por esas fechas. Todavía llevó grabado en la memoria el perfume de los embutidos que colgaba en la despensa, un olor a Navidad auténtica que se colaba por los patios como una bendición divina.
Regresaban los universitarios de vacaciones y también los emigrantes que estaban en Francia, en Alemania y en Barcelona. Si los estudiantes nos traían el viento de los nuevos tiempos, los emigrantes llegaban con las alforjas cargadas de nostalgias y con las manos llenas de regalos. La vuelta era una fiesta de emociones a flor de piel y al día siguiente de la llegada, el que había venido de fuera se paseaba por el barrio como si acabara de venir de conquistar las Américas. En el bar era el centro de atracción y por donde pasaba iba contando aquellas historias de sacrificio tan comunes en tantos emigrantes almerienses de la época. Es verdad que trabajaban sin descanso, sufriendo el desarraigo de la lejanía, pero ganaban el triple que en España y tenían las mejores casas y disfrutaban de los mejores coches y de las televisiones más grandes. Además, los niños que tenían al padre en Alemania disfrutaban por Reyes de las mejores bicicletas que jamás habíamos podido imaginar y hasta de proyectores de cine para organizar películas en los comedores de las casas. Los hijos de los emigrantes se espabilaban antes que nosotros y teníamos la impresión de que también se hacían hombres antes de tiempo.
Llegaban los estudiantes, llegaban los trabajadores del extranjero, y era entonces cuando la Navidad inundaba las calles y las casas y empezaban de verdad aquellas fiestas de invierno que en Almería nos inventamos para dar a conocer nuestras bondades más allá de la frontera provincial. Nos inventamos la feria de diciembre y el eslogan que decía: “Almería, donde el sol pasa el invierno”, pensando que como no podíamos competir con otros destinos en verano, nos quedaba el consuelo de que los turistas vinieran en invierno.
Aquellas fiestas de invierno de mi infancia tenían un aire fatigado de feria humilde de pueblo, con sus destartalados coches de choque, con su carrusel de caballos cansados que siempre estaba vacío, y que no dejaba de girar mientras iba muriendo la tarde y los vendedores ambulantes pregonaban su mercancía de algodón dulce y garrapiñadas por la Rambla, el Paseo y el Parque.
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