Vivimos la Navidad de 1975 sin mirar demasiado atrás y a salvo de los temores de aquellos que se preguntaban qué iba a ser de nosotros sin Franco. El Caudillo reposaba desde hacía un mes en el Valle de los Caídos y en Almería celebrábamos la Navidad sin grandes alardes, pero con las ilusiones y las emociones de siempre.
Los niños volvimos a cumplir con el ritual de la carta a los Reyes Magos y a ponernos delante de las tiendas de juguetes, que en aquellos días pasaban por los escaparates de Bazar Almería, Almacenes Segura y la tienda de Alfonso, que eran las que más éxito tenían. De esta lista, la más especial era sin duda la tienda de Alfonso, en la calle Castelar, porque se presentaba como un bazar lleno de magia, donde en un mínimo espacio se acumulaban grandes tesoros. Alfonso no era un juguetero de Navidad, sino un clásico que en cada época del año nos sorprendía con nuevos productos. Allí podíamos comprar desde los artículos de broma que tantos nos gustaban hasta los indios y los ciclistas de plástico con los que jugábamos a las guerrillas y al Tour de Francia.
Para el último día del año, el Ayuntamiento solía organizar una pequeña fiesta en la Puerta de Purchena, emulando las famosas campanadas de la Puerta del Sol de Madrid. Como Franco estaba recién enterrado, hubo dudas aquel año y estuvo a punto de suspenderse el acto, pero al final se decidió que no se profanaba el recuerdo del fallecido por una toma de uvas compartida en el centro de la ciudad. La noche del 31 de diciembre unos trescientos almerienses se dieron cita en la Puerta de Purchena con sus uvas reglamentarias y sus botellas de champagne. Lo que iba a ser una fiesta pagana se convirtió en un acto de reivindicación cuando un grupo de jóvenes empezó a gritar “amnistía y libertad” mientras el personal se felicitaba el año nuevo. Los que solo buscaban fiesta no tardaron en disolverse cuando vieron a la policía con la furgoneta blindada, mientras que los manifestantes siguieron su ruta por el Paseo sin que se llegaran a producir graves incidentes.
Aquella escaramuza con la que comenzaba el año de 1976 nos anunció que habíamos entrado de verdad en otra época, que no se trataba de un año nuevo, sino de un tiempo renovado que nos iba a transformar a todos.
El cambio había llegado, lo respirábamos en el ambiente, en la música, en las tertulias de la radio y sobre todo, en las pantallas de los cines. En Almería ese cambio fue tan rápido que el uno de enero de 1976 nos encontramos con un regalo inesperado en la cartelera del cine Moderno, donde aparecían las piernas de la actriz Agata Lys en todo su esplendor y sin el retoque de la censura.
Juan Asensio, que entonces estaba viviendo sus mejores años como empresario cinematográfico, quiso que festejáramos el nuevo año con la mujer que en aquella época ya se había convertido en un mito erótico, no solo de los jóvenes, sino de su tiempo. Y no se conformó con traernos su película, sino que nos trajo también a Agata Lys, en carne y hueso, para asistir al estreno de ‘Una mujer y un cobarde’. La película era para salirse de la sala a los diez minutos: sin guión, sin argumento, sin buenos actores ni un gran director, pero con una gran estrella a la que los adolescentes de entonces le hubiéramos dado el oscar a la actriz revelación porque nos había revelado el misterio de unas piernas interminables y de unos ojos que nos empujaban irremediablemente al abismo del deseo.
Allí estábamos todos los salidos de la ciudad, los que unos meses después nos suscribimos a la revista Lib, los que nos frotábamos ajo en el bigote para que nos saliera el pelo y nos dejaran pasar a las películas de mayores. Allí nos congregamos, frente a la fachada del cine Moderno, sabiendo que no podíamos entrar a ver la película porque no teníamos 18 años, pero que al menos íbamos a poder contar a nuestros amigos que la habíamos visto a ella en persona y que de frente era todavía más hermosa que en televisión. A aquella aparición del mito le sacamos un gran provecho, ya que verla en persona nos sirvió de inspiración a lo largo de muchas noches en las que andábamos perdidos como náufragos en un océano de soledad y de deseo.
Empezamos 1976 viendo a Agata Lys en persona y cerramos aquella Navidad con los caramelos y los regalos que nos trajeron los Reyes Magos. Hubo obsequios para todos y los de Oriente fueron tan generosos que se acordaron hasta de los niños del olvidado barrio de los Almendros. Allí se presentaron con las alforjas cargadas y custodiados por cinco policías municipales. La ceremonia se iba a realizar en el colegio, pero el empuje vecinal provocó que la puerta se atascara y que no se pudiera abrir, por lo que se decidió que el reparto se llevara a cabo en medio de la calle. Entonces se desató el caos. Hubo niños que pasaron dos veces a recoger su regalo mientras que los guardias no podían contener la acometida. Sin orden, no tardaron en agotarse los obsequios, cuando la mitad de los niños allí congregados no se habían acercado aún a los Reyes Magos. Viendo la que se le venía encima, los de Oriente tuvieron que salir por piernas hacia Occidente. Como pudieron se abrieron paso y a la carrera llegaron a los coches para poder huir de aquella multitud de chiquillos cabreados.
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