El aeropuerto nos abrió las compuertas del futuro y también le abrió los ojos a más de uno. En los primeros meses de funcionamiento, allá por el año 1968, había quien organizaba excursiones para ir a ver a las extranjeras que llegaban en avión.
Unos años antes habíamos visto llegar a la diosa Claudia Cardinale a la estación y bajarse del tren rodeada de un enjambre de hombres que había acudido para admirarla y que la miraba como si no hubieran visto jamás a una mujer. Pero el aeropuerto tenía un halo diferente, un toque de glamour que no tenía la vieja estación, tal vez porque nos habíamos acostumbrado a ella y ya no le encontrábamos esa capacidad de asombro que tenía el aeropuerto, donde hasta el más humilde pasajero, cuando bajaba la escalerillas, nos parecía todo un personaje.
El aeropuerto nos deslumbró y nos llenó de ilusiones. Los artistas empezaron a venir en avión y la prensa informaba a diario de todos los conocidos y no tan conocidos que llegaban a nuestra ciudad por vía aérea. Esperábamos a todos con los brazos abiertos, y más si venían del extranjero y eran turistas. Adorábamos a los forasteros, sobre todo si eran rubias y procedían de Suecia. Llevábamos grabado a fuego el mito de las suecas, como si fueran las inventoras del amor, las únicas diosas terrenales, y los adolescentes programaban excursiones para ir al aeropuerto cada vez que alguien anunciaba que se esperaba la llegada de un vuelo lejano.
Allí se reunían, en la sala de espera, con las hormonas a flor de piel y la máquina de fotos cargada, para inmortalizar el momento y poder demostrarlo después. Se disfrutaba tanto viendo en carne y hueso a una de aquellas extranjeras con sus minifaldas reglamentarias como contándolo después. No solo traían una belleza diferente a la que estábamos acostumbrados, sino la leyenda de la libertad, que para nosotros, que estábamos aún en pañales en esa disciplina, era un aliciente incomparable. Todos conocíamos a un vecino que había trabajado en Málaga o en Mallorca, que nos había contado que las extranjeras te miraban de otra forma y eran más comprensivas. Por eso íbamos a buscarlas, pensando que alguna se fijaría en nosotros y haríamos realidad esa esperanza de conquista, colectiva e inalcanzable, que llevábamos metida en el corazón como buenos catetos de barrio.
El aeropuerto fue nuestra revolución del 68, el sueño cumplido, y esperábamos que fuera la panacea de todos nuestros males. Almería ya era conocida en el mundo por ser un plató natural para los rodajes de las películas, por tener una costa virgen sin igual en toda España, pero necesitaba el aeropuerto para convertirse en un destino turístico de verdad.
La ciudad lo sabía y vivió aquel tiempo en medio de un ambiente festivo que las autoridades se encargaron de fomentar. Para el día de la inauguración, programada para el martes seis de febrero de 1968, la Delegación Provincial de Trabajo exhortó a las empresas y comercios de Almería para que le dieran a sus trabajadores los permisos necesarios, sin pérdida alguna de retribución, para que pudieran asistir al acto. A las once de la mañana quedaron suspendidos todos los trabajos y cerrados todos los establecimientos comerciales como si fuera un festivo. Se abría el aeropuerto y además llegaba Franco en el primer avión.
El aeropuerto fue un lugar mítico para muchos almerienses que en los primeros meses de funcionamiento iban allí con las ilusiones y las mismas emociones del que va a presenciar un espectáculo extraordinario. Ir al aeropuerto se convirtió en un acto de fe para cientos de familias que cuando llegaba el fin de semana preparaban a los niños, la cesta de la comida, la mesa plegable y la sombrilla para protegerse del sol, y desembarcaban frente a la pista para presenciar el aterrizaje del avión. Era un humilde aparato bautizado con el nombre de Río Ebro, que cubría la ruta con Madrid dos veces a la semana.
Cuando el avión aparecía en el horizonte, buscando el aterrizaje, había un murmullo general de admiración, la misma que se sentía por los pasajeros que venían de Madrid, aquellos privilegiados que entonces se podían permitir el lujo de pagarse el vuelo.
Las excursiones familiares al aeropuerto terminaban muchas veces en los llanos que iban a Níjar, territorio propicio para buscar caracoles, y en los pinos del Alquián, que en los años sesenta fue para los almerienses un pequeño paraíso donde la gente se iba los domingos a comer. Allí, los niños podían jugar a sus anchas, teniendo cuidado de no levantar las piedras porque el lugar tenía fama no sólo por sus excelentes sombras y por el fresquito del mar, sino también por sus majestuosos alacranes.
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