Teníamos un tren entre ceja y ceja. De niños, uno de nuestros juguetes soñados era aquel tren eléctrico que todas las navidades atravesaba los puentes y las montañas de cartón que montaban en el escaparate de Almacenes El Águila.
Deseábamos aquel tren, sobre todo los que sabíamos que nunca íbamos a tenerlo, que nuestros reyes tenían que conformarse con juguetes más humildes y que aquella espléndida locomotora, cargada de vagones y de aventuras, era para disfrutarla con los ojos pegados a la vidriera cuando llegaba el mes de diciembre.
Fuimos muchos los niños de Almería que nos pasamos la infancia dando viajes imaginarios en el tren del escaparate. Quizá, nuestra obsesión ferroviaria estaba justificada porque en el inconsciente colectivo de la provincia el tren representaba el progreso como ningún otro adelanto. En mi casa, desde que tenía uso de razón, escuchaba a mi abuela recitar una estrofa que decía: “Pechina ya no es Pechina, que es un segundo Madrid, quién ha visto por Pechina pasar el ferrocarril”. Era una coplilla de su infancia, cuando los pechineros miraban embobados la máquina que subía hasta los baños de Sierra Alhamilla en busca del mineral.
El tren, que fue la esperanza de tantos almerienses, se convirtió en nuestro único medio de transporte colectivo con el interior de España durante décadas, antes de que el aeropuerto viniera a abrirnos nuevas rutas. Como las carreteras eran infames, para ir a Madrid lo más seguro era el ferrocarril, aunque viviera instalado en un retraso permanente, aunque nos dejara varados en las vías si las condiciones meteorológicas eran adversas, aunque se nos helaran todas las esperanzas cada vez que teníamos que bajarnos en la estación de Linares-Baeza o en la de Moreda para hacer el maldito transbordo. Si tuviera que definir el frío, no el de la piel, sino el que se siente en el alma, bastaría con describir una de aquellas tardes de invierno en las que de camino a Granada nos teníamos que bajar en Moreda a esperar otro tren.
El tren en el que se iban los estudiantes porque aquí no teníamos otra posibilidad que matricularnos en Magisterio; el tren en el que llegaban los actores que venían a los rodajes de las películas con la sensación de haber desembarcado en el fin de mundo después de una larga travesía. El tren que cruzaba nuestros barrios cargado de mineral y nos dejaba una huella de polvo rojo que teñía el las fachadas y los terraos del Tagarete y de Ciudad Jardín. Aquel tren que de puntillas se internaba por las vías de los cargaderos para echar el mineral en el barco que esperaba debajo y de paso contaminarnos la playa. El tren de la Junta de Obras del Puerto que cubría el servicio en el muelle y en cuyos raíles casi todos nos caímos alguna vez con la bicicleta.
El modesto tren que cuando llegaba a la estación nos dejaba en medio del peligro y teníamos que alcanzar el andén saltando por encima de las vías como hacían los estudiantes cuando iban al instituto Masculino.
El tren de triste recuerdo que el 16 de agosto de 1965 se estrelló cerca de Gádor dejando un balance de diez muertos y cincuenta heridos. Era el correo que iba a Madrid, que chocó contra un mercancías que venía de Santa Fe y se había detenido por falta de fluido eléctrico.
Aquella desgracia trajo algunas mejoras. Renfe reaccionó y para paliar las deficientes comunicaciones ferroviarias de Almería, para que dejáramos de ser el último de la cola, o al menos para que no se notara tanto nuestro retraso, nos regaló máquinas mejores que acortaban en dos horas el viaje hasta la capital de España. Ya podíamos salir de la estación de Almería a las ocho de la tarde y llegar a la estación de Madrid a las nueve de la mañana del día siguiente. Menudo adelanto. Era el tren que teníamos, el que nos iba a sacar del olvido, y el que nos sigue llevando por la calle de la amargura desde que nos contaron el cuento del AVE.
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