Ahora que corren malos tiempos para el obispado, ahora que las cuentas no le salen y el nuevo prelado va a tener que sacar a la venta hasta las sotanas de los curas históricos, vuelve a tomar vigencia aquel invento que durante veinte años dio excelentes beneficios a las arcas de la diócesis, la recordada y afamada tómbola de la Caridad.
Es verdad que los tiempos han cambiado, que aquella tómbola de carácter ‘benéfico’ triunfó en un contexto de carencias y dificultades, cuando los almerienses se ilusionaban lo mismo con una cazuela que con una muñeca parlante. Ahora, para que la tómbola tuviera éxito habría que rifar como mínimo un vale con un mes de consumiciones gratis en un bar de moda o en el mejor de los casos, con seis meses gratis de alquiler en un piso del centro.
La vieja tómbola de la Caridad fue hija de la posguerra y como el negocio fue redondo se quedó a vivir con los almerienses durante dos décadas. Tenía tanta aceptación y tanto enchufe que mientras que las demás atracciones de la feria se montaban una semana antes, la tómbola eclesiástica empezaba a funcionar en la víspera del 18 de julio, el día de la fiesta nacional. Y lo hacía con un gran espectáculo donde los actores principales eran los alcaldes de turno y los propios obispos, que el día de la inauguración montaban el número con el hisopo y el agua bendita. Y no elegía cualquier sitio para instalarse, sino el más transitado del Paseo, para que todo el mundo pasara tarde o temprano por allí.
La maquinaria propagandística puso en marcha todos sus motores hasta convertir la tómbola en el gran acontecimiento de la feria de 1949 y las que siguieron después. El primer paso fue hacer un llamamiento a los comercios, industrias y a las familias pudientes de Almería para que remitieran sus donativos y sus regalos a la sede del obispado. Se les pedía su colaboración material a cambio de obtener otros bienes espirituales. “Católico almeriense y no almeriense: la tómbola de Caridad te brinda la ocasión de adquirir por muy poco dinero gran número de acciones en el mejor de los negocios, el de la salvación de tu alma”, decían los discursos publicitarios que emitían continuamente las emisoras de radio y el diario Yugo.
Además, la generosidad de los donantes no sólo se vería recompensada con los altos honores inmateriales que les aseguraba la Iglesia, sino que también tendrían el premio de escuchar sus nombres en la radio y de verlos publicados en el periódico todos los días como si fueran héroes: “doña Gracia Acosta Oliver ha donado seis cuadros de la Virgen del Perpetuo Socorro y cincuenta pesetas; doña Inés Urrejola de Bardaxi, un joyero de cerámica; Tejidos el Blanco y Negro seis pares de calcetines para caballero; Ferretería ‘La Llave’ veinte sartenes, quince ollas, diez fiambreras, veinte cazos y treinta palanganas”....
Todo el que podía hacía su aportación en dinero o en objetos a la tómbola para participar en tan generosa campaña. “Tu limosna remediará verdaderas necesidades y contribuirá al alivio de dolores y miserias”, recordaban los sacerdotes en sus sermones parroquiales.
La campaña fue tan importante que la tómbola de Caridad se convirtió en uno de los espectáculos más importantes de las fiestas de agosto. Era un ritual, cada vez que se bajaba a la feria, darse una vuelta en los caballicos y pasarse por la tómbola donde siempre tocaba algo por escasa que fuera la apuesta. Allí te podías llevar desde un cartucho de arroz o una docena de huevos frescos, que tanta falta hacían en los años de posguerra, hasta un pollo bien cebado en un cortijo de la Vega o un lujoso mantón de manila, artículos inalcanzables para la mayoría de las familias en aquella época.
Los regalos más importantes se dejaban para la rifa extraordinaria que se hacía a la una y media de la madrugada, donde el producto estrella era casi siempre un aparato de radio o una bicicleta de último modelo. La tómbola de Caridad fue el símbolo de nuestra feria hasta finales de los años sesenta. Por allí pasaban las familias a por el premio soñado y las parejas de novios que buscaban la máquina de coser que tanta falta le hacía a la novia para montar su propio negocio.
En 1964, un vecino de la calle Braulio Moreno, José Orts Orts, se llevó un televisor Marconi, y a un conocido funcionario, Manuel Salazar Ruiz , le correspondió el gordo de la noche que era una moto ‘Lambretta’. Ese mismo año apareció en la tómbola, incrustado en medio de sus atractivas estanterías, un auténtico coche Seat 600, que estaban de moda entonces. Formaba parte del sorteo extraordinario de la madrugada. Se supo el número agraciado con el premio principal, pero nunca quien se llevó el vehículo.
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