De niños, cuando saltaba la noticia de que había nevado cerca, nos alborotábamos como si estuviéramos asistiendo a un acontecimiento extraordinario y casi irrepetible en nuestras vidas. Desde pequeños asumíamos que la nieve era un fenómeno que no nos pertenecía y tal vez por eso lo deseábamos tanto.
La nieve la veíamos en las películas y la idealizábamos cuando aparecía detrás de los cristales de una ventana, a la luz del fuego de una chimenea. Nosotros ni teníamos nieve y tampoco chimenea, por lo que nos teníamos que conformar con soñarla mientras nos calentábamos los pies en un humilde brasero debajo de la mesa de camilla.
Casi todos los inviernos había un conato de nieve. De pronto la tarde se ponía oscura y empezaban a caer unas gotas casi imperceptibles que para el experto de turno (en casi todos los barrios teníamos un hombre del tiempo en potencia), era nieve. Cuando la noticia se extendía por el vecindario, los niños salíamos a la calle, saltábamos de alegría y gritábamos: “Está nevando”, aunque el chubasco fuera más producto de nuestra imaginación que una realidad. El sueño no tardaba en desvanecerse cuando el suelo no se vestía de esa capa blanca que todos esperábamos y en ese momento de resignación volvía a aparecer el experto para decirnos que era una falsa alarma, que lo que estaba cayendo era agua nieve, de la que nunca llegaba a cuajar.
Como teníamos vocación de nieve salíamos en su busca allá donde caía. Éramos muchas las familias almerienses, allá por los años 70, que con nuestro coche recién estrenado salíamos un domingo de invierno a disfrutar de los paisajes blancos del Puerto de la Ragua y los Filabres. Un día en contacto con la nieve, entre proyectiles de bolas y muñecos que no llegaban nunca a crecer, pasaba a formar parte de los momentos inolvidables de nuestra vida, y por mucho tiempo que pasara, siempre acabábamos recordando aquella vez que tocamos por primera vez la nieve.
Cruzamos la infancia esperando una nevada parecida a la que nos contaban los mayores, a aquella que cayó en los años de la República y que regaló a la ciudad un espeso manto blanco, cubriendo todos sus rincones, desde los cortijos y los campos de la vega hasta los cerros de la Chanca y los viejos muros de la Alcazaba y del Cerro de San Cristóbal. No hubo plaza que no tuviera sus tres dedos de nieve y hasta la fuente de la Catedral apareció cubierta de blanco.
Los más viejos del lugar recordaban dos nevadas: la del año 25 y la que llegó una década después. La prensa del 23 de marzo de 1925 contaba que “desde los balcones y azoteas presenciaba el vecindario el hermoso espectáculo completamente desconocido por la mitad de los habitantes de esta población”. Y así era. Sólo los más viejos recordaban la ciudad con sus calles y azoteas vestidas de blanco, un hecho extraordinario que no sucedía desde el invierno de 1890, cuando un prolongado temporal de lluvia y nieve rozó la capital, causando estragos en algunos pueblos de la provincia.
En María, Bacares Serón y otros pueblos de los Filabres, la nevada fue tan intensa que los vecinos se quedaron incomunicados, mientras que en la comarca de los Vélez el temporal produjo graves daños en la agricultura, llevando la miseria a muchas familias que no tenían otra forma de subsistencia. El mal tiempo se cebó también con la zona de las Alpujarras, especialmente en el pueblo de Rágor, donde el peso de la nieve hundió varias casas, causando en una de ellas la muerte de una familia entera.
Cuando la nieve volvió a visitar la ciudad, el 9 de febrero de 1935, eran pocos los almerienses que recordaban ya antiguas nevadas de esa magnitud, por lo que el suceso se vivió como algo extraordinario.
Hasta el máximo responsable de la diócesis en aquellas fechas, el vicario general don Rafael Ortega Barrios, que hacía las veces de Obispo, mandó a uno de sus colaboradores que retratara la estampa de la Plaza de la Catedral con un hermoso manto blanco. Las ramas de los árboles se cubrieron de nieve y los jardines desaparecieron de repente bajo la nevada. En el centro de la plaza, la vieja fuente de mármol se alzaba majestuosa entre la blancura del entorno.
La nieve dejó también un paisaje solitario en la plaza, donde no pasaba un alma, mientras que los niños que entonces estudiaban en el viejo Seminario, contemplaban el excelso espectáculo desde las ventanas con caras de admiración. La prensa contaba que: “iniciose la nieve con la mañana, y no a modo de copitos aislados, sino formando una sábana flotante que, ligeramente movida por el aire, nos recordaba esas nevadas de artificio que se ven en el cine”.
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