El Cable como tracción clave de una Almería con olor a sal

De la colaboración institucional ha nacido un Cable Inglés al servicio de la gente

El paseo peatonal del Cable Inglés.
El paseo peatonal del Cable Inglés. Néstor Cánovas
Juan Antonio Cortés
20:41 • 03 abr. 2023

Aunque los martes escribo relatillos a caballo entre la crónica, el reportaje y no sé qué género híbrido más, hoy me permito la licencia, con permiso de La Voz, de ofrecer mi estado de ánimo acerca de la apertura del Cable Inglés como elemento turístico de la ciudad de Almería. 



Resulta que hubo una vez una empresa foránea, The Alquife Mines, que empezó a operar, a inicios del siglo XX, en las minas del complejo minero granadino de Alquife y otros lugares de alrededor como Aldeire: el yacimiento de hierro más lustroso de Europa. Como las labores de descarga debían requerir de una pesada logística, la empresa pensó en economizar los recursos. Era necesario un cargadero asentado sobre la primera línea de mar. Desde que en el año 1900 The Alquife Mines decidió construir el cable no pasaron muchos meses. Toda una excepción ibérica e indaliana.



El Observador Mercantil recordaba el 25 de agosto de 1906 que el inicio de los trabajos del cargadero de la Alquife Company estaba previsto para mayo de 1902, pero como Almería es tierra de retrasos las obras empezaron en otoño -nada comparado con la A-92, el AVE con Murcia o el centro de salud de Piedras Redondas- y concluyeron en la primavera de 1904. El hormigón empleado fue fabricado con arena de la playa y piedra partida y el cemento portland se trajo de Inglaterra. Mientras, las vigas de acceso se prepararon en las fundiciones escocesas de acero de Motherwell. El 27 de abril de 1904, hace 123 años, el rey Alfonso XIII visitaba la ciudad en un periplo por Andalucía. Venía a inaugurar el embarcadero que unía puerto y estación ferroviaria, con el incomparable estilo de la escuela de Gustave Eiffel. Así, el 12 de junio de 1904 salía del muelle del Puerto el primer barco cargado de hierro de las minas de Alquife de Granada.



Pero luego llegó la dictadura. Y el tardofranquismo. Y aquel Cable Inglés, que paró su actividad en 1973, empezó a considerarse un estorbo para la añorada modernidad, que fue aquel movimiento tan prolífico que cambió la tez mediterránea de la vieja ciudad medieval por una sucesión de bloques de pisos sin alma, calles estrechas y lóbregas y no sé cuántas más edificaciones construidas al calor del desarrollismo del ladrillo. La pasta. La catetez. Ambas dos. Llámese eso.



Con la democracia, resurge la órbita pública. ¿Debe derribarse el Cable? La JJAA entra en escena desde los años 80 con mensajes esperanzadores, pero hasta 1998 no lo declara BIC. Por aquellos años, los tacones de la consejera de Cultura, Carmen Calvo, esquivaron la mole de hierro, con sus oquedades amenazantes. Era una mañana de hace más de dos décadas y Calvo inicia el lento peregrinar del tiempo de la nada, que fue un tiempo en el que se estudiaron mil y unas ideas para su rehabilitación con la precisa habilidad de parar el reloj en la casilla de salida, salvo para vaciar las tolvas. En el BOJA, de año en año, aparecían pintados números extraños y en las ruedas de prensa se fabulaba con un mirador, un museo o incluso un gran restaurante. Como en un cuento de Hans Christian Andersen, las partidas del Cable eran el comodín de los presupuestos, un patito feo del que nadie pedía explicaciones, costumbre tan almeriense.



Que el El Cable Inglés ha obrado unas cuantas conversiones, que no son poca cosa en una provincia acostumbrada al disenso, cabe poca duda. Juan Megino fue uno de aquellos políticos que mutó, convencido de que el cambio de criterio sobre la idoneidad de su conservación estaba justificado. Tras unos años de oposición al viejo cargadero e incluso de implementación de propuestas políticas para promover su derribo, el exalcalde -que si algo tenía, era sentido común- hizo un ejercicio de reflexión y, después de su protección pública, se convirtió. 



En realidad, la dicotomía ‘Cable sí-Cable no’ ha perdurado en el debate intelectual desde antaño, pero las posiciones contrarias a su conservación han ido calando en la agenda oficial. Decimos discursos de élites, bien entre arquitectos (Ramón de Torres, Pedro Salmerón), bien entre cineastas, escritores o periodistas (José Herrera, Antonio Felipe Rubio, José Ángel Valente, Miguel Ángel Blanco) porque la adormecida sociedad almeriense, que es un ente abstracto, de pedigrí pasota y mediterráneamente apaciguado, siempre va (vamos) por detrás de cualquier iniciativa. Por detrás... y sin secundarla. Salvo que hablemos de algún evento ocioso colectivo, que nos despierte del letargo o del spleen de Baudelaire.



Hoy, con cargo al 1,5% cultural, el Gobierno ha puesto 2,6 millones para su puesta en valor. La ministra de Transportes, Raquel Sánchez, recordaba con razón que algunos quisieron tirar el cargadero al suelo porque era “un amasijo de hierros”, pero se le olvidaba que desde que la JJAA lo protegió hace un cuarto de siglo ha sido un ejemplo palmario de desidia política: el nadismo como arte.


De la colaboración institucional entre administraciones y Puerto ha nacido un Cable Inglés al servicio de la gente: todo un revulsivo para el turismo de la ciudad. Como los Refugios de la guerra, el cargadero es un símbolo distintivo. Una rareza de la historia. No debiera ser casualidad que su inauguración haya coincidido con la firma del acuerdo JJAA-Puerto-Ayuntamiento para cambiar la fisonomía del frente costero portuario. El adiós al muro del tren y, sobre todo, eso que apellidan el Puerto-Ciudad devolverán a Almería su libertad y su sabor a sal mediterránea. Eso creo. Eso espero.  


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