Al olmo viejo de Machado lo resucitaron las lluvias de abril y el sol de mayo cuando ya no lo habitaban ni las hormigas. A nuestra Plaza Vieja, hendida por el rayo de la inutilidad política y el conformismo de una ciudad que se dejó la mirada crítica en el fondo del armario, han venido a rescatarla los niños, que como una metáfora de la primavera han hecho brotar una hoja verde en medio del páramo.
Los niños rescatan cada tarde la vida perdida de la Plaza Vieja, obrando el milagro de la resurrección en un escenario por el que han pasado varias guerras. Allí se han instalado con sus juegos para improvisar campos de fútbol sobre las losas y llenar el aire de gritos y risas que nos remontan a aquellos años lejanos en los que allí desembocaba la vida del barrio. El ruido de los balonazos sobre la fachada lateral del convento de las Claras son el tambor de la vida que vuelve a retumbar en medio del silencio.
A la Plaza Vieja la hemos matado entre todos. Aquí no se libra nadie. La ineptitud de los políticos es comparable a la indolencia de los ciudadanos. Mientras que no nos toquen el portal de nuestra casa ni cierren los bares, nada importa nada. El destino de la plaza del Ayuntamiento se resume en veinte años de ausencia, dos décadas esperando un proyecto que le devolviera la vida y que al final se resumió en la historia de un capricho de unos políticos de profesión que en vez de buscar el bien colectivo se dejaron llevar por un antojo, convencidos de que la plaza era suya, que para eso les habían votado.
Poco les importaba la Plaza Vieja, ni su historia, ni sus señas de identidad, ni el alma que los años y las gentes que la habitaron habían dejado en sus muros. Ellos se movían por intereses personales y tenían que dejar su sello al precio que fuera, aunque hubiera que llevarse por delante los árboles que durante más de un siglo nos habían llenado de sombra y de vida. Le estorbaban los árboles y el monumento a los mártires de la libertad para convertir la acogedora Plaza Vieja de siempre, en una falsa playa mayor, en una copia de las plazas de castilla como si aquí no tuviéramos nuestra propia idiosincrasia y nuestra propia cultura. El proyecto, sobre el papel, quedaba bonito, hay que reconocerlo, pero la estética no puede estar nunca por encima de la identidad de los lugares, no puede cargarse el espíritu que ha tenido siempre la Plaza Vieja, con sus árboles, con sus jardines, con sus bancos vecinales y también con el querido y odiado pingurucho que formó parte de aquel escenario desde 1899 hasta que fue medio derribado y desterrado en los años de la posguerra con motivo de la primera visita de Franco.
A cambio de los árboles nos prometen sombrillas multicolores y a cambio de los bancos y los jardines nos ofrecen sillas y veladores en bares de raciones con tapas de cortesía. Nos están contando la historia de que el progreso pasa por un bar, que nuestra cultura se escribe en una barra de mármol y nuestro ocio no tiene otro camino que el del tapeo y la juerga eterna. Por eso hay que arrasar con todo lo que estorbe, sean árboles o monumentos, para que la Plaza Vieja se transforme en un escenario de felicidad permanente en el que los almerienses podamos eternizar la feria de agosto y que todo el mundo vea lo bien que se vive en Almería.
El capricho político nos ha dejado sin Plaza Vieja y han tenido que venir los niños a improvisar un poco de vida y de sentido común a fuerza de balonazos.
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