Los que apedreaban a los negros

Había grupos de bárbaros que acosaban a los marineros que venían en los barcos

Vista del puerto antiguo, por donde entraba y salía la vida de la ciudad antes del ferrocarril.
Vista del puerto antiguo, por donde entraba y salía la vida de la ciudad antes del ferrocarril.
Eduardo de Vicente
19:43 • 25 may. 2023

El 26 de junio de 1879 varios guardias municipales tuvieron que intervenir para dispersar a un grupo de chiquillos y zagalones que acosaban de obra y palabra a unos cuantos marineros indios pertenecientes a la tripulación de un vapor inglés que había hecho escala en nuestro puerto antes de partir para Calcuta. Los policías se vieron obligados a cargar contra los provocadores y se efectuaron varias detenciones que acabaron en las mazmorras del Arresto Municipal. 



En aquel tiempo la poca vida que entraba en la ciudad lo hacía siempre por el mar. Los caminos  que comunicaban con el interior eran impracticables y las diligencias tardaban días; el tren no había llegado todavía y no existía otra escapada que el mar para salir del profundo aislamiento de los almerienses. No es de extrañar que el puerto fuera la pasarela por donde transitaba la vida que venía de fuera; no es de extrañar que los rincones del muelle fueran el centro de operaciones de las pandillas de muchachos desocupados que pululaban por el lugar aguardando la esperanza de un barco y la novedad de los marineros que visitaban la ciudad. 



Aunque las autoridades tenían prohibido que la gente se acercara a los navíos y abordaran a sus tripulantes, uno de los entretenimientos de los gamberros de la época era perseguir a los marineros, sobre todo a los que eran de otra raza, a los indios, a los negros que eran abordados  con frecuencia. 



El domingo 30 de junio de 1879 apareció un artículo en el periódico La Crónica Meridional, en el que se denunciaba los tristes acontecimientos ocurridos con los tripulantes de un barco anclado en nuestro puerto.  Así contaba los hechos: “Ocurrió otro espectáculo en la Plaza de Marín parecido al que presenciamos no hace muchos días en el Paseo del Príncipe. Cuatro negros, tripulantes de un barco extranjero, bajaron a tierra y enseguida se vieron escoltados por unos cuantos pillastres. El grupo fue engrosándose de tal modo que impedía el paso a los pobres marineros, pero al llegar a la Plaza de Marín la plebe inmunda que los acosaba comenzó a arrojarles piedras. No se sabe hasta donde podrían haber llegado aquellos caníbales si afortunadamente no hubiese intervenido el Jefe de la Guardia Municipal, don Santiago López, que secundado por otras personas, indignados del hecho, dispersó a la turba de canallas que así nos deshonra a los ojos de los extraños”.



Esa misma tarde, otro grupo de marineros del mismo barco, también de raza negra, fue espantado a pedradas de un café próximo al Paseo mientras esperaban que les sirvieran la merienda.



Los actos de vandalismo eran frecuentes en aquellos años y la guardia municipal se veía impotente para poder poner en orden ante tanto escándalo. Ese verano se puso de moda convertir el Paseo del Malecón en un campo de batalla donde se citaban las pandillas de los barrios para ajustar sus cuentas. “Rogamos al alcalde que evite por dios y los santos las pedreas que los chicos arman todas las tardes en aquel lugar, produciéndose un verdadero escándalo y privando al transeúnte que pueda pasear. Su diversión es formarse en grupos y empezar a pedradas rompiendo cristales de viviendas y abriendo cabezas”, denunciaba el artículo del diario.



Los alborotadores recorrían las calles principales sembrando el miedo entre los comerciantes. Los vecinos de la calle Real de la Almedina se quejaron al Ayuntamiento de “una turba de niños zangolotinos que se entretienen en insultar a los ancianos y mendigos que por allí transitan”.



Los pobres que iban por las calles mendigando para poder sobrevivir, solían ser víctimas propicias para los gamberros a la hora de cometer sus fechorías. 


Los perseguían, los insultaban y a veces llegaban hasta agredirlos  en una siniestra diversión. También la prensa de aquellos días denunciaba este tipo de atentados: “La infeliz anciana que recorre nuestras calles conocida por el apodo de ‘la Carabinera’ ha tenido que refugiarse muchas veces en las iglesias o en las casas de las personas que le han amparado para librarla de las pedradas de los granujas”.


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