Cada época tiene sus iconos, cada tiempo se recuerda por cuatro o cinco imágenes grabadas en la memoria colectiva que se llegan a idolatrar y que, con el paso de los años, adquieren un relieve épico, una mística desorbitada, que, a veces, no se corresponde con lo que realmente fue. Es lo que ha podido ocurrir en Almería con ese paisaje que hubo junto a la Carretera de Granada y Las Lomas, frente al barrio de Piedras Redondas. Allí estaban las recordadas naves de Saltúa, la empresa de transporte urbano de la ciudad.
Eran unas simplonas cocheras prefabricadas, una especie de barracones militares para encerrar los autobuses que recorrían las calles y barrios de la ciudad durante el día. Y, sin embargo, lo que ocurrió dentro durante los años 70 y 80, con la presencia de miles de almerienses como notarios, fue el ejemplo más palpitante de la llegada de los nuevos aires de libertad a esa Almería que llevaba años despojándose de un tiempo casposo que estaba dando sus últimas bocanadas.
Eran pabellones inmensos donde sobraba espacio y eso fue lo que las hizo territorio fértil para la celebración de aquellos mítines multitudinarios de la Transición; noches apoteósicas con miles de almas escuchando una nueva gramática democrática, gente de los pueblos que iban hasta con el bocadillo a sentarse en una silla de tijera, si quedaba alguna libre, y a escuchar a los nuevos flautistas de Hamelín tras la muerte por flebitis en la cama del Dictador; jóvenes y también ancianos que hicieron la guerra, con las pupilas encendidas de la emoción por asistir de nuevo a la disputa política de partidos después de 40 años. Todo ese ambiente de mítines con miles de asistentes, que ha terminado desapareciendo de la faz de la campañas electorales, más dependientes ahora de otros escenarios más virtuales.
La primera de esas arengas en la nueva Almería que nacía fue la de Santiago Carrillo con el Partido Comunista que acababa de ser legalizado. Hasta la nave de Saltúa llegó la noche del 12 de mayo de 1977 ese hombre clandestino que se disfrazaba con pelucas para no ser detenido, teniendo a su lado a Antonio Fernández Sáez, María Luisa Jiménez, Diego González Marín y Pedro Molina. Habló, Carrillo, con voz ronca, ante más de 10.000 personas, bajo banderas rojas y puños arriba.
Un mes después ocupó ese mismo escenario su correligionario entonces, Ramón Tamames, quien habló de los peligros de la derecha, sin saber lo que protagonizaría él mismo muchos años después en el Congreso de los Diputados.
Quien hizo que se cerraran las puertas de Saltúa, como José Tomás en las Ventas, porque ya no cabía ni un alfiler fue Felipe González, el líder de los socialista, el joven sevillano hijo de un ganadero de vacas, que le había dado un vuelco a la política española. La prensa de la época hablaba de más de 13.000 asistentes al mitin felipista. “Hubo que traer 3.000 sillas de madera de Motril”, recuerda José Antonio Amate, quien aún no era secretario general del PSOE. Con el idolatrado Felipe, a quien se comían por igual las mujeres que los hombres, estaba el histórico José Tesoro Linares, Virtudes Castro y Bartolomé Zamora. Era un Felipe aún inocente, sin los Gal y sin Filesa en la mochila; un Felipe más risueño, sin ojeras, que hablaba, que habló, de la escolaridad gratuita, de la vuelta de los emigrantes, del mejor reparto de rentas, ante un público debajo que se desgañitaba agitando banderas tricolores como si fuera el graderío del cercano Franco Navarro.
Allí estaban todos esos militantes ilusionados, pero también almerienses neutrales y comunistas y de la UCD, porque entonces a los mítines iban hasta los contrincantes; ahí estaba toda esa gente, toda esa Almeria proletaria, después de tanto tiempo de Nodo y de barbecho, creyendo entonces que el mundo, que España, que su ciudad, iba a cambiar tanto que no la iba a reconocer ni la madre que la parió; ahí estaban esos almeriensitos esa noche de marras, de ilusiones compartidas por un nuevo día, en las cocheras metálicas de Saltúa, con los autocares aparcados a los lados, oliendo a grasa y gasolina, en una llanura inmensa de rostros, con la música electoral de fondo en los altavoces. Felipe volvió a Almería, a ese campo de concentración de Saltúa, dos años después, durante la campaña por el referéndum andaluz del 28F, para convencer a los almerienses de que la Alcazaba también formaba parte de Andalucía. Y junto a él, ese encantador de serpientes que era Juan de Dios Ramírez Heredia, quien tuvo que actuar como telonero durante una hora ante el retraso del avión de Felipe, y junto a él, el juez Joaquín Navarro Esteban. Felipe volvió a arengar en Almería en 1982, en la vigilia de su gran éxito, pero ya no en Saltúa, sino en la Plaza de Toros.
También pasó por las cocheras de Saltúa Dolores Ibarruri Pasionaria, en 1980, el mismo día que su antagónico Blas Piñar actuó en el cine Imperial de Juan Asensio. UCD, con Garrigues Walker y Francisco Fernández Ordóñez, intervinieron también en la ciudad y Fraga, por Alianza Popular, pero sin alcanzar los registros de asistencia que cosecharon Felipe y Carrillo.
Pero las naves de Saltua no eran solo para la política: allí se hicieron las primeras fiestas de la nueva Autonomía con actuaciones de María Jiménez, Alameda y Camarón de la Isla; y conciertos de diez horas de rock; y dos días con la Fura del Bauls; y allí se escucho la voz, reivindicativa entonces, de Serrat, de Olga Manzano, de Carlos Cano, cantándole a los currelantes. Todo ocurrió allí, en ese teatro de los sueños que fueron durante un tiempo las naves de Saltúa, donde Almería, los almerienses, empezaron a tejer la Democracia.
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