Hubo un verano en que los almerienses no estaban para pensar en las verbenas ni para lavarse los ojos en la playa en la noche de San Juan con una sandía enterrada en la orilla y una garrafa de vino peleón por bandera. La guerra civil estaba todavía reciente, las heridas permanecían abiertas, el miedo de unos y la incertidumbre de otros habían creado una atmósfera enrarecida en la que no cabía otra consigna que sobrevivir.
El verano del 39 fue un verano extraño, con el calor de siempre, pero sin las referencias de otros tiempos, cuando había que hacer cola en las terrazas de los cafés para comerse un helado; cuando la música de las orquestas llenaba las noches de fiesta en los balnearios mientras los coches de caballos no paraban de dar carreras hasta la madrugada; cuando los estudiantes acudían nerviosos al instituto a recoger el boletín con las notas finales antes de iniciar las vacaciones. Aquel verano no hubo ni exámenes finales ni vacaciones y los estudiantes que habían obtenido algún título en los tres últimos cursos se quedaron sin él porque el Rector de la Universidad de Granada decidió invalidar cuantos exámenes se hubieran validado en la zona roja desde el 18 de julio de 1936.
En el verano del 39 todo estaba por hacer: los negocios empezaban a abrir de nuevo sus puertas después de tres años de paréntesis, la ciudad trataba de organizarse desde el caos, y el miedo a las represalias se colaba en los sueños de miles de almerienses cada noche.
El verano había empezado con una orden en la que se prohibía la crianza de cerdos, cabras, vacas y mulas en las viviendas del casco urbano, aunque se autorizaba a los vecinos a poder tener gallinas y conejos mediante el correspondiente permiso de la Fiscalía de la Vivienda.
Hacía calor, pero lo que peor se llevaba, lo que de verdad se hacía insoportable, era el hambre. La mendicidad era el pan nuestro de cada día y las esquinas de las calles se llenaban todas las mañanas y a veces también por las noches, de vendedores callejeros que improvisaban un puesto de lo que fuera para ganarse unas pesetas en el mercado negro: una caja de pescado, un puñado de lechugas de la vega, un montón de patatas, cualquier cosa que se pudiera comer era susceptible de formar parte de aquellos zocos miserables que trataba de acotar la autoridad mediante la vigilancia de los municipales.
Aquel verano insólito se inauguró con una corrida de toros que se celebró el 25 de junio a beneficio del Dispensario Antituberculoso. Como si los almerienses no tuvieran suficientes preocupaciones con las miserias cotidianas, allí estaba también la maldita tuberculosis que como una epidemia incontrolable se llevaba por delante a pobres y ricos, a niños y a viejos sin respetar la tregua del verano.
Mientras las autoridades hacían las cuentas para construir un sanatorio, la beneficencia abría todas las semanas un nuevo comedor para repartir almuerzos entre los más necesitados. En el verano del 39 funcionaban en la ciudad seis comedores de niños con capacidad para mil quinientos comensales. Las penurias no afectaban solo a los pobres, los comerciantes también las sufrieron y algunos tuvieron serias dificultades para poner en marcha sus negocios. En el verano de 1939, apenas tres meses después del final de la guerra, ya estaban funcionando los balnearios San Miguel y Diana y los hoteles más famosos, como La Perla y el Simón, se preparaban para recibir a los pocos turistas que desde los pueblos vinieron a tomar los baños de mar que recetaban los médicos.
Los talleres de Oliveros y el de Cabezuelo pusieron en marcha sus maquinarias y los principales cafés del Paseo volvieron a tener helados a pesar de la dificultad que existía para obtener materias primas como el azúcar. A Los Espumosos llegó la mejor horchata de Valencia, solo al alcance de unos pocos, en el Colón se volvió a despachar la leche merengada y en el Café Suizo los helados de mantecado de Alicante.
Los confiterías La Sevillana y la Dulce Alianza abrían a diario y en las cocinas del Imperial, el Puente de Hierro, el Montañés y la Venta Ermitaña los fogones volvían a llenarse de vida. Era la Almería del cine España, del Tiro Nacional, del Imperial y el Variedades, que aliviaban las noches de calor con reestrenos baratos, cacahuetes y gaseosas. Era la Almería que le rezaba a la Patrona para que su suerte cambiara. Ese año, por Feria, la Virgen volvió a ser la figura central. El domingo 27 de agosto de 1939 la ciudad se engalanó para recibir la imagen. Por la mañana, la Banda Municipal de Música hizo un pasacalles por el centro y por la noche se quemó un castillo de fuegos artificiales.
La procesión fue multitudinaria siendo impresionante el gran número de devotos que salieron descalzos en señal de promesa. La imagen iba bajo un vistoso arco triunfal de bombillas eléctricas de colores y la procesión estuvo presidida por los generales Saliquet y Tamayo, que según la crónica del diario Yugo, “fueron aclamados como héroes”.
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