Igual que el franquista Pemán se ruborizó cuando le miró Lola Flores con sus ojos de 'comomelasmaravillaríayo', el iconoclasta Boyero agarraría fuerte el vaso de whisky para no naufragar si viera bailar a la garruchera Anabel Veloso; si el primero requebró a la jerezana bautizándola como 'torbellino de colores', el segundo quizá se quedaría sin palabras y sin tinta mirándola levantar los brazos y cimbrear la cintura apretada. A día de hoy, vísperas de San Juan, quizá Anabel sea una de la almerienses más universales, en el sentido lato, y sin embargo es muy poco probable que Boyero, el paladín de los críticos de este país, siquiera la conozca. Veloso, hija de portugués y de garruchera, nació en Garrucha y cuando era niña su padre regentaba el Iris, un célebre pub de cerveza fría y palomitas calientes. Anabel empezó a bailar desde muy joven en su pueblo con Lita Paredes, después en Madrid, en viajes, interminables en autobús que partían desde la parada en la bajada de la cuesta del fútbol hasta la Estación Sur para aprender a bailar flamenco con Eva Yerbabuena y en la compañía de María Pagés. Hoy día es bailaora, coreógrafa, directora de la compañía de danza que lleva su nombre y madre.
El otro día vino a Madrid el rey Abdalá II de Jordania con su esposa Rania y almorzaron en el Palacio Real con sus homólogos españoles, Felipe de Borbón y Gracia y Leticia Ortiz, junto a cincuenta elegidos de distintas ramas del saber de la cultura, de la ciencia, de la empresa. Y allí en medio de ese club selecto estaba Anabel Veloso, la almeriense, la garruchera, saludando con su vestido blanco, con su pelo azabache al rey Abdalá, a Felipe, a Rania, a Leticia, como una reina legítima entre dos reinas consortes: Leticia de España, Rania de Jordania y Anabel de Garrucha. Allí estuvo esta reina almeriense del baile, esta monarca de los escenarios del mundo, entre búcaros de flores y oropeles, entre sirvientes con librea y esculturas de bronce, en una Mesa Real más larga que el Malecón de su pueblo; allí estuvo Anabel, la bailaora de Garrucha, en una cena de cinco tenedores, apretando la langosta con el cascanueces, sin poder chuparle la cabeza como a una gamba de Canto Ponte; allí estaba esta mujer, con sus ojos grandes de dibujos animados; esta muchacha que se iba hace ya muchos años a Madrid en un autobús de Alsa y que ahora baila con su compañero Gabriel Pérez en tablaos de Oriente y Occidente, en lugares tan recónditos como Doha, Bagdad, Dubai, Siria, Jordania, Camerún, Chad, Etiopía. Nadie ha llegado tan lejos con su arte, habiendo gastado ya siete pasaportes, nadie como esta artista almeriense ha bebido directamente de las fuentes del Nilo.
Con sus volantes, con sus flecos, con sus manos alzadas al viento de las cuerdas de la guitarra, con sus pasmos, con su mirada perdida en la oscuridad de las tablas bajo la luz directa en su rostro, observada por un público de sultanes y jeques, Anabel, como aquella otra garruchera exótica del baile llamada Maruja Lengo Ramallo, ya ha hecho historia, sigue haciendo historia, aunque casi nadie en esta provincia lo sepa. Sí que lo sabe el Instituto de Estudios Almerienses de Mario Pulido, que le acaba de conceder la Medalla de Oro de su institución. Quizá su pueblo, a quien pasea por el mundo, le deba algo también, a este otro torbellino de colores a quien yo bautizaría, con permiso de Pemán y Lola Flores, como Remolino del Malecón.
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