Con un siglo a sus espaldas, sigue tan pinturero como cuando tenía veinte años: con sus tirantes, fino como una colaña, con el gallao cerca por si hay que ajustar cuentas, con su bigotillo perenne; sigue siendo el mismo que sembraba cereal en La Jara y que se divertía yendo de tangai a Garrucha, porque aunque dentro de tres días cumpla cien años redondos, él, Juan Escánez Cano, se siente aún como cuando tenía 20, aunque el espejo diga otra cosa, y si tiene que lanzar un requiebro a una mujer, se lo lanza. A Juan, el abuelo del Escánez, lo llevamos viendo décadas sentado en la puerta del figón, bajo el chambao de madera del Malecón, en sueño o en vigilia, con los mofletes colorados por los vasicos de vino digeridos y el pelo más blanco que el armiño.
Se le conoce como 'el viejo del Escánez', uno de los templos del marisco garruchero, pero Juan, hombre de largos silencios y profunda mirada, es mucho más que eso: nació en la meseta garruchera de La Jara, en una finca y un cortijo de don Carlos García Alix que sus padres -Antonio Escánez y Josefa Cano- llevaban en régimen de aparcería. Allí se crio Juan, cuando aún no era centenario como el coñac, sembrando trigo y cebada, abriendo surcos con el arado como en la antigua Mesopotamia, trillando en la era, aventando la mies y guardándola en el granero dispuesta para ir molturándola en el molino de Juan Sánchez en Turre o en el de los Alarcones de Mójacar.
Por las noches se juntaban, él y sus hermanos -eran ocho- en la escuela de La Jara que llevaba una hermana de don Carlos y que estaba al lado del cortijo de los Alforos. Apenas aprendió a leer y a escribir porque su vida era el trabajo de la tierra y la crianza de los animales. Con los años, su padre le entregó una cabra que él pastoreaba, como un Miguel Hernández, y alimentaba con la hierba fresca de la Atalaya. Después atravesaba con el animal la Cañá Flores, subía por la calle la Cuesta y vendía la leche ordeñándola en la puerta de las casas a peseta el litro, apretando y apretando los pezones de la chiva hasta exprimirla para ganarse el jornal un día tras otro.
Llover llovía poco, como ahora, por eso después de pagar el rento en especie al propietario cuevano, guardaban una parte para consumo propio y otra como reserva por si al año siguiente no llovía. Si no caía agua, no sembraban la simiente y no había harina que vender. Por el verano, ponían melones de secano y así iban saliendo adelante, poco a poco, todas esas familias de jareños que vivían apartados del pueblo viviendo de lo que daba la tierra y los animales. En los duros tiempos del hambre, los interminables años 40, las mujeres de los pescadores acudían a esos cortijos de La Jara para hacer trueque de sardinas por huevos o por tocino.
Al principio, Juan iba andurreando a Garrucha, después en bicicleta y en moto, atravesando a veces El Salar donde los garrucheros organizaban prehistóricos partidos de fútbol antes de que se hiciera el campo Vista Alegre. Algunos de sus hermanos emigraron a América cuando él se fue a hacer la Mili a Cartagena y a la vuelta se puso en relaciones con una muchacha, Beatriz Collado, una vecina que vivía a 50 metros de su cortijo. Se casaron allí mismo y dispusieron la era para los bailes y hubo buñuelos y aguardiente en aquel día lejano y elemental en el que cualquier cosa que no fuera amagar la testuz frente al balate era considerada una fiesta.
Se emanciparon Juan y Beatriz y se fueron a vivir a una casa en la calle la Cuesta de Garrucha, junto a una palmera, al lado del cortijo y la balsa de Frasquita y el tío Juan Porreras, por donde subían los carros procedentes de Vera cargados de verduras para vender en el mercado.
A Juan nunca le gustó embarcarse para ir a la mar ni otro oficio que no fuera el de sembrar y recoger, pero los hijos -tres: Antonio, Josefa y Paco- iban naciendo y decidió hacer el petate y marcharse de emigrante a Suiza, a la ciudad de Basilea, como tantos otros paisanos. Allí se dedicó durante dos temporadas a buscar piezas de oro en un museo que había sido derrumbado, hasta que regresó con algunos ahorros para poder poner alguna fanega más de tierra. Su única diversión, la pasión verdadera de Juan, de este jareño que tantos inviernos y veranos lleva trasegados, fue siempre la caza: salir al campo con el día recién estrenado, con una escopeta y los galgos corriendo, junto a su amigo Pascual el Rajao, en busca de las liebres.
Y después de la batalla, el descanso del guerrero junto a una mesa con unos vasos de vino y un poco de atún o de mojama. Ese fue siempre el delirio de Juan, quien aún se acuerda, en el restaurante de su hijo, de sus viejos amigos de Garrucha, todos ya muertos. Es lo que tiene durar tanto, que los de su quinta se han ido yendo. Solo queda él para acordarse de sus andanzas de niño subiendo a los nidos de colorines, cazando ranas, robando brevas, como describía en sus libros Alvaro Cunqueiro; solo queda ya Juan para acordarse de esos días azules en los que pasaba las tardes con Juan el Colorao, con el Guachi, con el Robabollos, buscando tápenas o caracoles o haciendo tirachinas o espadas de madera para desafiar a los veraneantes del Malecón.
Al volver de Suiza, se metió a trabajar de jardinero en Puerto Rey, la nueva urbanización de los belgas, dirigida por el señor León. Allí vio caer las bombas de Palomares y allí metió a su hijo Paco de camarero, en la Posada Real, con Fernando el Campanero. Allí se jubiló y ayudó a montar a su hijo el Escánez, cuando era un bar llamado JR propiedad de Juan Miguel el Rajao, que se construyó sobre un antiguo almacén de pescado.
Ha visto Juan, el viejo del Escánez, cómo ha prosperado ese santuario marinero del buen yantar, que empezó haciendo pollos asados, con su hijo Paco al frente, con sus nietos Juan y Torcuato, con su otro nieto Juan ahora, eslabón de una nueva generación.
Ahora solo le queda sentarse a la vera del Malecón a esperar ese cumpleaños redondo que celebra dentro de tres días, con un vaso de vino cerca, con el bastón siempre a su vera, con su sombrero de ala ancha y su bigote sandunguero, con un enorme ramo de cien rosas rojas que le han regalado, Juan y Grazyna, sus dos amigos polacos, acordándose de sus galgos y de ese tiempo en el que sembraba trigo y cebada en su cortijo de La Jara.
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