La calle de la Almedina era un río constante por donde iba y venía la vida desde los arrabales de la Chanca y el distrito del Reducto y Plaza de Pavía hacia el centro de la ciudad. La calle no tenía un instante de soledad, vivía en un continuo trajín por su naturaleza de lugar de paso y porque mantenía su condición de arteria comercial, plagada de todo tipo de negocios.
Mi colegio, el San José, miraba de frente la desembocadura de la calle de la Almedina en la calle de la Reina, asistiendo como testigo privilegiado a ese gran espectáculo que empezaba todos los días al amanecer, y que no era ni más ni menos que el milagro de la vida en la calle.
El colegio de San José y el Diego Ventaja que estaba al lado, hacían que esa vida incesante se renovara a diario, que la confluencia entre las dos calles fuera una colmena a la que acudían niños de todos los barrios para darle a toda aquella manzana una alegría de vida nueva a la que no se podían resistir los vendedores ambulantes que rondaban la puerta de las escuelas a la salida de clase para hurgar en los flacos bolsillos de los colegiales.
A comienzos de los años 70 la calle de la Almedina tenía tanta vida como el Paseo o la calle de las Tiendas. Se puede decir, sin exagerar, que era un zoco auténtico donde usted podía encontrar todo tipo de comercios, desde un portal sombrío y pobre donde cambiaban tebeos y novelas épicas, hasta el bar donde hacían los mejores churros de toda la ciudad.
Había un taller de bicicletas donde su propietario parecía una herramienta más, siempre envuelto en una nube de grasa. Había una fontanería que nunca cerraba, un estanco donde los padres de familia soñaban todos los viernes con los catorce resultados y una mercería que por las tardes se transformaba en centro social. Había un peluquero, una carnicera, una panadera, una confitera, y ese bar, templo de los churros, que por las mañanas perfumaba el barrio con su aroma a harina y aceite hirviendo y al mediodía nos regalaba el olor dulce de aquellas gambas con tomate que resucitaban a un moribundo. El Bar Casa Juan fue pionero en tapas modernas y un revolucionario en su tiempo porque fue uno de los primeros que puso en Almería una de aquellas máquinas de discos que funcionaban con un duro y quizá el primer bar de barrio donde se pudo disfrutar del milagro de la televisión en color. Recuerdo aquella noche de partido de Copa de Europa en la que me asomé al bar para ver por primera vez en mi vida un partido de los grandes en color. Nunca olvidaré la emoción que sentí al ver las camisetas rojas de los jugadores del Bayern mientras se abrazaban después de meterle un gol al portero del Real Madrid.
La calle de la Reina no era tan poderosa comercialmente como su hermana, la calle de la Almedina, pero tenía más vida vecinal porque a finales de los años sesenta se había llenado de bloques de edificios y de familias, en muchos casos numerosas. En la misma esquina estaba uno de sus negocios más emblemáticos, la farmacia de Luis Ortega, que daba a las dos calles. En aquellos tiempos el mancebo llevaba puestos los galones de médico y los vecinos le consultábamos las enfermedades como si fuera una eminencia y él nos recetaba las medicinas sin tener que ir al doctor. Si no te morías, te curabas. Dentro tenía una habitación donde ponía las inyecciones y un sillón donde los clientes se sentaban cuando empezó a ponerse de moda tomarse la tensión. Creíamos que la tensión alta era lo que sentíamos viendo un partido de fútbol o una película de miedo, hasta que descubrimos que también era una enfermedad, y muy peligrosa, que el bueno del mancebo de la farmacia de la esquina te diagnosticaba por el módico precio de cinco pesetas.
Frente a la farmacia estuvo durante un tiempo el bar de Emilio, que se resumía en una gran barra y sobre todo, en una plancha espectacular que de tanto trabajo llegó a acumular un estrato de capas de agujas, lomos, pancetas, jibias y hamburguesas que a más de un arqueólogo le hubiera gustado investigar. La gracia de una tapa de atún era que te la comías con los sabores de todo lo que había pasado ese día por la plancha.
La calle de la Reina tenía una peculiaridad que la diferenciaba de casi todas las calles del barrio, y era que contaba con una sala de cine majestuosa. El cine Roma era un lujo auténtico y le aportaba al barrio la alegría de los fines de semana. Hijo del cine Roma fue un negocio que hizo historia, el carrillo de Lolica, que empezó con un humilde carro de madera lleno de golosinas que se colocaba frente a la misma taquilla del cine los fines de semana y que acabó convirtiéndose en el negocio bandera de todo aquel distrito, tan importante que hoy, casi sesenta años después, sigue en pie en manos de sus herederos.
La calle de la Reina tenía tanto tránsito como la calle de la Almedina porque tenía tres colegios que la llenaban de niños, un cine, bloques de pisos modernos y la cercanía del Hospital Provincial con el Asilo de Ancianos, que también eran un río continuo de vida. De lo que fueron estas dos calles apenas queda nada. Tres o cuatro negocios salpicados en medio de una profunda soledad.
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