En ese barrio arcaico donde se avecindó con su familia era conocido como Pepe el del Yuguillo. Cada tarde salía de su casa, del edificio El Patio de la Avenida del Mar, embocaba por Pedro Jover, Hospital y Braulio Moreno hasta llegar al caserón de General Segura donde estaba su insula Barataria. Era el reino de José Quesada Cuesta, quien había llegado desde los olivos de Jaén a este poblachón en el que las azoteas seguían siendo blancas aunque ya no estuviera la señorita Celia. Era la primavera de 1958 cuando el diario Yugo, el único periódico que se imprimía entonces en la provincia, se encontraba con un joven de 28 años que aseguraba ser el nuevo regente al mando de los talleres. Venía a sustituir a Juan Matarín, un histórico de las galeradas de la inmediata Postguerra y allí se hizo muy pronto a su papel de nuevo auriga de los tipos móviles, de patrón de la linotipia y del huecograbado en esas interminables madrugadas entre el olor a plomo y las volutas de tabaco negro.
José Quesada había nacido en Jaén en 1929 en un casa comunal en la que su madre era la portera. En el bajo del edificio había abierto un negocio de imprenta y allí entró como aprendiz José junto con su hermano Diego. Aprendieron con perspicacia el oficio de impresores y pronto entraron en la plantilla del Diario Jaén como linotipistas. Hasta que José decidió aprovechar la oportunidad de ascender que le ofrecía la Prensa del Movimiento, optando al puesto de regente en el periódico de Almería.
Allí llegó en tren con su esposa, Esperanza Llavero Maroto, y con una niña pequeña a la que después se le unieron dos hijos más. Su vida era el periódico, la buena composición de los titulares, que las columnas salieran limpias, que la tinta no manchara en exceso aquel pliego de papel endeble de la época. Se levantaba Pepe el del Yugo por la mañana y tomaba café en el Colón o en el Español con su traje de franela y después de comer y echar un rato la siesta, ingresaba en su feudo, en esa vieja casa del abogado Emilio Pérez Manzuco convertida en sede del periódico, tras echar un vistazo rápido a la pizarra a ver qué proyectaban en el Cine Hesperia que estaba enfrente.
Arriba, en la redacción gobernaba el director José Cirre, y sus redactores de entonces, Manuel Soriano, Martimar, Diego Domínguez, Manolo Román, Valles Primo, José Caparrós y Falces y el contable, Juan López Ruiz. Pero abajo era él -José Quesada- el que ungía esos ejemplares que se confeccionaban de forma artesanal, a la manera en que Gutenberg había impreso la Biblia algunos cientos de años antes; allí, el impresor jiennense cuidaba todos los detalles, antes de que el corrector Manuel García echase la última mirada, la última cautela, antes de que el verbo se hiciera carne de rotativa en la resma de papel que luego se vocearía y se repartiría por las calles en la bicicleta de José Luis Gabín, que luego llegaría a los kioscos, a las oficinas y a los cafés de la provincia; allí, no había offsett aún, ni microsoft, allí lo único que había era la grasa de las máquinas, el humo de Ducados y el soniquete infernal de los cilindros y las rasquetas, entre gente con un mono azul y la vista gastada bajo unas bombillas macilentas.
Allí laboraban junto al regente, antiguos empleados de talleres del viejo Yugo como Tomás Sánchez Torres, José Ramírez Lara, José Ubeda Monerri, José María Aguileiro, Miguel Ranea, Antonio Algarra, Juan Benavides, Manuel Cuenca, Amadeo Puig, Juan Galera, Francisco Oliver, Miguel Moreno, Casajús, pertenecientes a una amplia nómina de cajistas, linotipistas, mecánicos y confeccionadores, especialidades añejas del trabajo en un periódico que suenan ya a la noche de los tiempos.
Había mucho de arte en aquellos periódicos de entonces, porque todo era manual, todo dependía del afeite, del buen gusto del regente para hacer un trabajo diario, rutinario -que ahora nos parece antediluviano- con la maestría del que tiene que pintar el río de la vida cada madrugada, una acuarela con las cosas que ocurrían cada jornada en la provincia, contadas al detalle y con puntualidad gregoriana.
La gente de talleres del Yugo abandonaba la sala de máquinas pasadas las dos de la mañana después de haber compuesto lo que iban a ser las noticias del día siguientes; a veces noticias que iban a cambiar el mundo como cuando asesinaron a Kennedy y José llegó a su casa de Pescadería con el fotolito del presidente americano en la mano a enseñárselo a su esposa: “Mira Esperanza, lo que ha pasado en América”, le dijo, despertándola del sueño.
José Quesada fue quien primero compuso en letras de molde, una madrugada de 1962, el nuevo nombre mágico del periódico -La Voz de Almería- acorde a los nuevos tiempos, abandonando la vieja cabecera de evocaciones falangistas.
Cuántos titulares, cuántos sujetos, verbos y predicados, cuantos sustantivos rotundos y adjetivos escurridizos, cuántas noticias apresuradas, editoriales propagandísticos, crónicas de catástrofes, despachos de agencia, tuvo que componer José Quesada, en ese duermevela en el que solo permanecían abiertas las panaderías.
Pepe el del Yugo padeció desde que llegó a Almería una salud precaria. Fue operado de urgencia de una úlcera por el cirujano Domingo Artés y en 1965, cuando apenas contaba con 36 años, un cáncer de pulmón acabó con la existencia de este perito de la imprenta periodística. Tras él, fueron llegando otros jefes de talleres como Antonio Artero, Francisco Iglesias o Pepe Ubeda, que fueron manteniendo ese viejo oficio de impresores, hasta que la informática, los ordenadores, la digitalización acabó con toda aquella liturgia tan remota ya en la que, durante un tiempo, Pepe Quesada, aquel regente que vino de Jaén, fue el sumo pontífice.
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