A Don Francisco Sánchez le colgamos el apodo de ‘el jorobao’ para distinguirlo del resto de sacerdotes con el mismo nombre. Pobre don Francisco, cuánto sufría el hombre por culpa de sus taras físicas. Parecía que todos los defectos le habían tocado a él: la deformación de la columna vertebral, su pequeña estatura, sus ojos maltrechos y una voz infantil que le restaba la escasa autoridad que por otro lado le daba la sotana.
Vestido de blanco, dispuesto para dar misa, parecía otra cosa, pero si lo veías por la calle con la ropa de paisano, de lejos solías confundirlo con un niño. Él no llegó a aceptar jamás sus propias deficiencias y lo pasaba mal cuando en una boda o en un bautizo le pedían que se pusiera para salir en la foto. No le gustaban los retratos, no le gustaba mirarse y enfrentarse a esa realidad que marcó su vida desde que era niño. Si por él hubiera sido nunca hubiera salido en una procesión y seguramente no hubiera salido jamás del confesionario. Allí, en la oscuridad, en ese momento íntimo, se sentía más seguro y sacaba lo mejor de su espiritualidad.
Como era el cura más pequeño de la Catedral, y también de la diócesis, se buscaba los monaguillos a su medida para evitar burlas. Nada de niños que hubieran pegado ya el estirón, prefería los que se quedaban a su altura para que las malas lenguas no tuvieran la oportunidad de hacer más leña del árbol caído.
A veces, al bueno de don Francisco le tocaba la papeleta de poner orden y tenía que salir a la puerta de la Catedral para decirle a los niños que dejaran de darle pelotazos a las señoras que iban a misa. Qué mal rato pasaba el hombre, que impotencia cuando intentaba alzar la voz en busca de la autoridad que no tenía. Nadie respondía a las quejas del cura, que sin galones nada podía hacer para que los niños dejaran de ‘joder’ con la pelota. Otra cosa era cuando el que salía del templo enojado era don Juan López, entonces se detenía el juego y ante las amenazas reales de ir casa por casa y padre por padre, los niños acababan retirándose.
Don Francisco era el cura más madrugador de la Catedral, el que abría el templo. Por las mañanas, poco después del amanecer, cruzaba lento y cabizbajo por los silencios de la plaza de la Catedral para dar su misa de ocho. A esa hora ya había un grupo de mujeres enlutadas aguardando a que abriera la puerta. El cura, sin mirarlas, les ‘reñía’ siempre con la misma frase: “No por mucho madrugar amanece más temprano”.
Don Francisco Sánchez Egea ingresó en la Catedral el 31 de julio de 1955, después de conseguir por oposición la plaza de párroco del Sagrario, cargo que desempeñó hasta marzo de 1969, cuando el Obispo don Ángel Suquía lo ascendió a canónigo del templo. Natural de Chirivel, su vida estuvo ligada a la Iglesia desde que en octubre de 1917 se matriculó en el Seminario de San Indalecio de Almería. Fue ordenado sacerdote el dos de junio de 1928, siendo durante años coadjutor de Chirivel y párroco de Vélez Rubio hasta que en 1955 llegó a la Catedral, donde ejerció su labor sacerdotal durante más de treinta años.
Don Francisco era un cura que no pasaba desapercibido. Consciente de aquellas limitaciones, don Francisco no solía salir casi nunca en las fotografías, y si alguna pareja le pedía que los casara, él les recomendaba que se buscaran otro sacerdote para no echarles a perder el reportaje de la boda.
De vez en cuando bromeaba con su joroba y le decía a alguna feligresa: “Pasa el billete de lotería por mi espalda que dicen que trae suerte”. Tampoco le agradaba salir en el Pendón porque no se sentía cómodo desfilando por las calles en medio de las autoridades y escoltado por aquellos inmensos cabos gastadores que le sacaban medio metro de altura.
A los niños del barrio nos gustaba confesarnos con él porque era un cura bueno y sencillo que nunca tomaba represalias contra los que lo atropellaban a balonazos y porque solucionaba nuestra larga lista de pecados con un simple Padre Nuestro.
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