La mujer que hablaba con los Santos

Prudencia Galindo (1896-1985) hizo de su casa un templo para los vecinos de la Fuentecica

La señora Prudencia junto a uno de los altares que montaba en su casa.
La señora Prudencia junto a uno de los altares que montaba en su casa.
Eduardo de Vicente
09:43 • 01 nov. 2023

Estaba tocada por la mano de Dios. Era un pedazo de pan, la encarnación de la generosidad, la guardiana de la espiritualidad de todo un barrio, la mujer que convertía su casa en un templo para que los vecinos de la Fuentecica tuvieran hilo directo con el todopoderoso.



Si de verdad existiera el cielo, si cada uno tuviera su juicio final con arreglo a lo bueno y lo malo que hubiera hecho en la vida, nadie puede dudar que Prudencia Galindo Herando estaría sentada ahora a la derecha de Dios Padre, rezando y organizando veladas nocturnas llenas de fiesta y de fe. 



En aquellas fechas de grandes cambios que trajeron los años sesenta y setenta, Prudencia representaba la resistencia espiritual, el último eslabón de una forma de mirar la vida y entender la muerte que ya no estaba de moda entre las nuevas generaciones. Por eso, cuando organizaba una velada religiosa en su casa lo hacía teniendo en cuenta las preferencias de los jóvenes y en esos momentos la religión se daba la mano con la diversión y el acto religioso se fundía con el guateque.



Ella creía de verdad en Dios y lo demostraba practicando su palabra al pie de la letra. Las puertas de su casa siempre estaban abiertas y no había un pobre que pasara por delante sin que se llevara al menos un trozo de pan con mantequilla o una taza de leche caliente con un chorrico de coñac. Los niños del barrio, cuando se cansaban de jugar, sabían que podían contar con un vaso de agua fresca en la mesa del comedor de Prudencia y en los malos momentos, cuando tocaba enterrar a algún vecino, la primera que acudía para arropar a la familia era ella.



Sus vecinos la recuerdan  como una señora de una bondad rotunda, generosa y sincera, una de aquella mujeres de religiosidad activa que se convirtieron en reserva de la espiritualidad de todo un barrio. Prudencia era la mujer de la fe en la Fuentecica, paradigma de los buenos sentimientos y de un misticismo  que iba más allá de las paredes de un templo. Prudencia fue una de aquellas creyentes que contagiaban de fe a sus vecinos a fuerza de buenas acciones, llevando sus creencias casa por casa, repartiendo a Dios en el trato diario cuando había que socorrer a un necesitado o ayudar a un enfermo.



Su casa era mucho más que una iglesia cuando organizaba los velatorios en aquellas noches de vigilia para rendir cuentas ante todos los santos.



En aquellos años no teníamos todavía noticias de Halowen ni de sus miedos artificiales y ridículos y la gente le guardaba un respeto antiguo a sus muertos. Prudencia tenía muy en cuenta las almas de los que ya no estaban y organizaba grandes veladas para recordarlos.



En el salón principal montaba un gran altar con ayuda de los vecinos, y con colchas de colores y flores preparaba el escenario propicio para poder alargar la noche hasta el amanecer. Ante la imagen de Santa Rita, abogada de los imposibles, se reunía la vecindad más fervorosa, que casi siempre estaba compuesta  por mujeres y niños. Aquellas veladas resumían la forma de vida de una época en la que los vecinos compartían la fe con la misma naturalidad con la que se intercambiaban unas hojas de laurel, un puñado de sal para preparar la comida o las historias que la vida iba tejiendo a diario en cada casa. 


Los velatorios de la casa de Prudencia no eran un ejercicio de espiritualidad íntima y profunda, sino un derroche de colores, de aromas, de camaradería, donde se mezclaba la religiosidad espontánea con la fiesta. Allí se iba a rezar, a ponerles velas al santo que se estaba adorando, a pedirle a San Pancracio que les diera mucha salud y trabajo, pero también se comía, se bebía y la gente se contaba sus sueños, sus alegrías y sus miedos como si fueran de una misma familia. Había que pedirle a Santa Rita y al Corazón de Jesús, y también agradecerles los favores concedidos a lo largo del año. Prudencia era de las que pensaba que estaba bien eso de pedirle y pedirle a los santos, pero de vez en cuando había que darles algo a cambio, aunque solo fuera una humilde oración de las que se aprendían en el colegio.


Todavía, en los años sesenta, se mantenían vivas estas tradiciones ancladas en la religiosidad popular. No sólo eran los velatorios en las casas particulares, también se vivía con fuerza la costumbre de sacar a pasear a la Virgen Milagrosa, aquella santa que metida en una caja de madera iba pasando de mano en mano, de casa en casa, para que llenara de paz y salud los hogares de los más humildes. 


Todavía, en aquel tiempo, las mujeres de nuestros barrios demostraban su fe cumpliendo con las promesas detrás del paso de una Virgen en una procesión, o subiendo, en el mes de mayo, las cuestas del cerro de San Cristóbal para rezarle, postradas de rodillas, al Santísimo Corazón de Jesús que desde la cumbre nunca se cansaba de velar por nosotros.


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