Cuando se eligió el lugar para levantar la estación, aquel paraje formaba parte de la extensa vega de Almería. Entonces era un escenario remoto, surcado únicamente por caminos de tierra que se abrían paso entre los sembrados y los cortijos para unir la zona de Monserrat y las Peñicas de Clemente con la ciudad.
El sitio escogido reunía buenas condiciones por su cercanía con el centro de Almería y por mirar directamente al mar. Un carro de la época, de los que recorrían a diario el trayecto entre la vega y los mercados de la ciudad no tardaba más de quince minutos en recorrer la distancia que separaba la estación del Paseo o del puerto.
La estación tenía que ser el remate perfecto, la culminación de esa gran obra, convertida en un sueño, que iba a traer a nuestras lejanas tierras, el progreso del ferrocarril. La memoria del proyecto de ferrocarril de Linares a Almería, terminada en el año 1878, contemplaba cuatro tipos de estaciones a lo largo del recorrido. Las estaciones consideradas de tercera y cuarta clase serían simples apeaderos, mientras que las más ambiciosas, de primera y segunda clase, contarían con edificio de viajeros, cocheras de locomotoras y depósitos de máquinas.
La memoria contemplaba que la estación de Almería fuera decorada con sencillez por razón de economía, procurando que su aspecto resultase más de la armonía y proporción de las líneas que de la riqueza de adorno, como así fue. También se especificaba en la memoria que la forma general de la estación había sido tomada del ‘Chateau d’eau de París’ y que el importe total de la misma, con todas sus dependencias, ascendía a quinientas mil pesetas.
La puesta en marcha del proyecto del ferrocarril supuso en aquellos años finales del siglo XIX una agitación constante en la ciudad, que se veía reflejada a diario en la prensa: “La ansiedad con que se esperan en toda esta provincia noticias relativas a nuestra anhelada vía férrea, en la que se cifra la felicidad y el engrandecimiento de Almería, nos obliga a dar publicidad a algunos datos que nos comunica nuestro corresponsal en la corte”, contaba La Crónica Meridional en marzo de 1890.
Las noticias eran constantes. Cualquier detalle, cualquier progreso nuevo era considerado como una revelación que había que dar a conocer de inmediato a la opinión pública. “Ya sabemos que se está terminando el modelo de la estación de Almería, por cierto muy elegante”, anunciaban los periódicos.
La construcción del edificio de la estación llegó a convertirse en un acontecimiento. Para su ubicación en aquellos terrenos entre la vega y la fábrica del gas, la compañía de los Caminos de hierro del Sur de España, dueña de la construcción del ferrocarril, tuvo que encargarse de las expropiaciones de las parcelas donde iba a ser levantado el edificio. En enero de 1892, mientras se ultimaban las negociaciones con los propietarios de las tierras, la mencionada compañía solicitó al Gobernador de la provincia que le permitiera ocupar temporalmente los terrenos por serle de absoluta necesidad para establecer en ellos depósitos de materiales, caminos y otros servicios indispensables para dar impulso y desarrollo a las obras. A cambio, Caminos de hierro del Sur se comprometía a abonarles a los propietarios las cantidades que tenían previstas recaudar con las cosechas de esa temporada.
La ciudad vivía entonces bajo la fiebre del ferrocarril. Cuando saltaba la noticia de que ese día iban a llegar al puerto varios vapores con el material para armar la estación, cientos de personas se pasaban las horas muertas en el andén del muelle aguardando la llegada de los buques. En 1895, cuando las obras del edificio de la estación encaraban su última fase, aquellos parajes del extrarradio se convirtieron en una fiesta permanente. La inspección de las obras y la entrada y salida de los trenes atraía numeroso público, que todas las tardes prestaba gran animación a aquellos alrededores que se habían convertido en el paseo de moda de los almerienses, y donde no faltaban los puestos ambulantes de garbanzos y agua fresca.
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