Cuando en el invierno de 1969 llegó al puerto una nueva versión del barco Vicente Puchol, tres meses después de su botadura, los almerienses se frotaron las manos por la mejora que el nuevo buque nos iba a traer en esa necesaria comunicación semanal que teníamos con el norte de África.
Melilla era en aquel tiempo nuestro destino, el viaje de verdad, el lugar de donde nunca veníamos con los bolsillos vacíos. Nadie iba a Melilla a ver monumentos, a estudiar una carrera ni a recordar a aquellos héroes del Regimiento de la Corona que cayeron en la guerra lejana. A Melilla se iba a comerciar, a por los quesos de bola de Holanda, las latas de mantequilla, el tabaco americano, los transistores, los relojes, los juegos de café, las botellas de whisky y mucho después a por los queridos radio casetes que fueron la ilusión de miles de adolescentes de los años setenta.
En el mes de febrero de 1969, José Ronco, agente de la compañía Transmediterránea, presentó al pueblo de Almería el nuevo servicio de buques transbordadores para cubrir la ruta con Melilla. Allí estaba, recién sacado de los astilleros, reluciente como una joya, el nuevo ‘Vicente Puchol’, preparado para acortar el tiempo del viaje y equipado con las últimas técnicas de navegación y con un vientre tan amplio que podía recibir a más de quinientos pasajeros y ochenta coches.
El ‘Vicente Puchol’ formaba parte de la vida de los almerienses desde que en la primera década del siglo pasado se convirtió en uno de los vapores correo que cubrían el servicio con el norte de África. Traía carga y pasajeros desde Valencia y nos comunicaba semanalmente con la ciudad melillense. En diciembre de 1923 la compañía Trasmediterránea reformó sus tres vapores principales que operaba en Almería, entre ellos el Vicente Puchol, que desde entonces inició una nueva ruta que unía nuestro puerto con el de Málaga y Melilla. En el Vicente Puchol llegaron cientos de soldados repatriados en los días amargos de la guerra de África, cuando a bordo del vapor llegaban los jóvenes militares llenos de heridas y de derrota.
A partir de 1969, cuando hicieron el nuevo buque, el Vicente Puchol fue para muchos de nosotros el barco en el que llegaban los reyes magos. Cuando atracaba el barco de Melilla el puerto parecía una feria; familiares y amigos de los viajeros iban a esperar a aquellos viajeros que llegaban con las alforjas cargadas de quesos, latas de mantequilla, botellas de whisky, pastillas de jabón y productos exóticos que no se conocían en Almería.
Melilla fue durante muchos años el país de las maravillas, un destino exótico, un zoco gigantesco donde se podía encontrar cualquier artículo del mercado internacional a la mitad de precio. Quien tenía un familiar trabajando en el barco de Melilla era dios. Mi tío, Julio Ramírez, fue camarero del ‘Delfín’ en los años treinta y con el sueldo extra que sacaba todas las semanas vendiendo por los bares lo que traía de tapadillo, pudo sacar adelante a sus ocho hijos. El Delfín fue durante décadas una de las naves que hacía la travesía con el norte de África. En febrero de 1937, cuando Málaga cayó en manos del ejército de Franco, el barco se encontraba atracado en su puerto y la tripulación que era de Almería tuvo que venirse andando huyendo de las bombas y de las posibles represalias.
En la posguerra la compañía Trasmediterránea estrenó el Fuerteventura para hacer la travesía. Fueron los años dorados del ‘contrabando’ marítimo. A comienzos de los cincuenta, cuando la penicilina no se podía comprar todavía en las farmacias y había que pedirla con la correspondiente autorización de Sanidad a Inglaterra, existían estraperlistas que la compraban en Melilla y la vendían después a precios astronómicos en el mercado negro. Por aquellos años se hizo muy popular el mercadillo que se organizaba en la Posada del Mar cada vez que venía el barco de Melilla. En un hatillo, que extendían a modo de alfombra sobre el suelo, iban colocando los artículos, siempre de forma estratégica por si aparecía la pareja de municipales y había que recoger y salir corriendo. Si los guardias eran amigos, les bastaba un gesto de generosidad, el más mínimo detalle para mirar hacia otro lado y continuar su camino.
El cambio de época trajo consigo nuevas necesidades en el estraperlo. Seguían llegando los quesos de bola, las latas de mantequilla, el chocolate, el tabaco, pero además se pusieron de moda productos que ya no eran de primera necesidad, sino de lujo. De Melilla nos llegaron los primeros radio cassettes japoneses que vimos en Almería. Decir que un aparato era de Japón significaba dar por sentado que era de máxima garantía, lo mismo que ocurría cuando te fumabas un cigarrillo auténticamente americano.
Cuando en una familia alguno de los niños iba a hacer la primera comunión, el gran regalo era un reloj japonés sumergible y antichoque que un primo o un vecino había comprado en Melilla. Para muchas generaciones de almerienses, Melilla fue el único paraíso cercano al que tuvieron acceso en tiempos de estrecheces. Cuando Almería vivía ensimismada en su aislamiento, subirse en un barco y perderse por aquel mundo de mercaderes y regateos, era una bocanada de libertad de las que no tienen precio.
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