El mar, que cuando estaba en calma era el aliado de los pescadores que habitaban las barracas de la playa del Zapillo, se transformaba en un enemigo feroz cuando llegaba un temporal y batía con fuerza las orillas, dejando un rastro de desolación.
En los primeros años de la posguerra, antes de que se construyeran los espigones de la playa de la Térmica, cada temporal era una aventura. El mar se levantaba como un gigante y se precipitaba como una maldición bíblica sobre las desprotegidas playas de levante llegando hasta los pies de los edificios que aparecían a pocos metros de la orilla.
Especialmente duro fue el temporal del año 43. Decía la crónica meteorológica del diario Yugo de los últimos días de la Navidad de 1943 que “no se recuerda en nuestra ciudad tiempo semejante al que estamos padeciendo ahora los almerienses, pudiéndose afirmar que pocas veces ha llovido como en la actual invernada”.
Fue un mes de diciembre tan gris, tan pasado por agua, que los puestos ambulantes que montaban en la circunvalación del Mercado Central, expuestos a la intemperie, tuvieron que recoger antes de que terminara la Navidad y marcharse. Algunos vendedores, que habían llegado de fuera con sus tenderetes de turrones, frutos secos, panderetas y zambombas, encontraron cobijo en los soportales de la Plaza Vieja, donde pudieron capear el temporal y salvar el negocio sin que las perdidas fueran ruinosas.
Los cafés del Paseo, que aprovechaban estas fechas para aumentar las ventas, tan escasas en aquellos años de restricciones, se vieron obligados a retirar las mesas de la calle ante la persistencia del mal tiempo. Desde el 26 de diciembre hasta el fin de año cayeron 169 litros, una cantidad superior a toda la lluvia que se había recogido en Almería en 1942. La borrasca vino acompañada de truenos, relámpagos y rachas de viento que convirtieron el mar en un furioso enemigo.
La lluvia inundó todas las chozas situadas a lo largo de la costa, entre el barrio de los Pescadores del Zapillo y la desembocadura del río Andarax. El agua desbordada de las boqueras que avanzaba torrencialmente a todo lo ancho de la vega hacia el mar contribuyó a hacer más aterradora la situación de los habitantes de la zona.
La línea de playa entre San Miguel y El Zapillo desapareció, dejando un manto de piedras y barro. El mar se tragó la arena, las barcas de los pescadores que estaban varadas a la orilla e inundó las instalaciones del Balneario.
Numerosas familias se quedaron sin casa, teniendo que ser atendidas urgentemente por los miembros del Auxilio Social y de la Sección Femenina, que le dieron alojamiento y comida.
En la parte baja de La Alcazaba murieron dos personas al hundirse una vivienda de las que estaban pegadas a la ladera, y en el barrio de La Chanca, en el lugar conocido como las cuevas de las Palomas, una mujer de treinta años de edad y su hija de trece meses perecieron en el interior de una habitación tras producirse un corrimiento de tierra. En el centro de la ciudad los daños fueron menores, aunque la Rambla salió con fuerza, volcando vehículos y arrastrando hasta la playa todo que se encontraba a su paso; el río llevaba un caudal imponente con más de dos metros de altura al pasar por el paraje del Mamí.
El temporal produjo graves averías en la red eléctrica que abastecía de luz a la ciudad, ya que los apoyos de la línea averiada se encontraban en las márgenes del río Andarax, cuya avenida excepcional hacía imposible los trabajos de reparación por parte de los técnicos. Muchos barrios se quedaron a oscuras, obligando a los vecinos a tener que recurrir a viejos métodos de iluminación como las velas y las lamparillas de aceite. La empresa responsable de la electricidad, Fuerzas Motrices del Valle de Lecrín, puso en marcha el motor de reserva que permitió llevar el alumbrado por zonas y de forma alterna a distintos puntos de la capital.
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