La calle del Milagro quedaba a espaldas de mi casa. Mi patio lindaba con una de sus viviendas por lo que los vecinos de uno y otro lado compartíamos el mismo territorio. A pesar de la cercanía, a pesar de que solo nos separaba una esquina, los niños de mi calle sentíamos una extraña lejanía cuando escuchábamos el nombre del callejón del Milagro.
¿Qué nos separaba estando tan cerca? La respuesta es sencilla: la propia naturaleza de la calle. El callejón del Milagro era como un rincón apartado al margen de la ciudad, un pasadizo de apenas tres metros de anchura que había conservado intacta su alma medieval como si el tiempo hubiera pasado de largo por sus cimientos. Estaba escondida, recluida en otra época, ajena al asfalto, a las farolas modernas y al adelanto del alcantarillado.
Nadie pasaba por la calle del Milagro, había que ir a ella. Tenía dos caminos de acceso: uno por la calle de la Reina, por detrás del palacio de los Marqueses de Cabra, y otro por la calle Juez, a través de un túnel rematado en arco que se abría paso entre los muros de dos viviendas. A los niños del barrio nos impresionaba aquel pasadizo sombrío que para nuestros ojos era algo así como el túnel del miedo. Aquel pasaje lleno de sombras era frecuentado por los borrachos que aprovechaban la soledad de la esquina para orinar. En uno de aquellos rincones sobrevivió durante años el hueco de una hornacina que en tiempos lejanos albergó la imagen de una Virgen. La oscuridad, el toque de espiritualidad de la historia de la Virgen y la presencia de las sombras de los que se paraban allí a orinar, llenaban el túnel de misterio y nos obligaba a los niños a tener que cruzarlo siempre a la carrera.
Sobrecogía aquel rincón de entrada con la boveda haciendo esquina donde no había más luz que la que llegaba de la calle Juez, donde estaba la bodega conocida popularmente como ‘de la cortinillas’. En ese páramo que empezaba en la calle Juez y llegaba hasta la entrada del callejón del Milagro, la vieja bodega era el único negocio que le daba vida a la calle. Estaba enfrente del cuartelillo municipal que se utilizaba como arresto, por donde pasaban los borrachos callejeros y los individuos con pinta de maleantes para ser identificados.
La imagen de la Virgen formaba parte del imaginario popular, de las historias que contaban los vecinos. Se decía que eran muy venerada y que sobrevivía protegida por una verja de alambre. Aunque no existen documentos ciertos sobre el origen de la imagen, si se sabe que existía desde antiguo y que a lo largo del siglo diecinueve fue quebrantada en varias ocasiones por algunos desalmados a los que les molestaba la presencia de aquella figura. En aquel tiempo había una mujer, vecina de la calle, que se encargaba de cuidar ese pequeño sagrario, para que a la Virgen nunca le faltaran flores y para que todas las noches las candelas que la custodiaban estuvieran encendidas hasta la madrugada.
La adorada imagen estaba siempre expuesta a las acometidas de alguno de los desaprensivos que de forma habitual rondaban por el callejón al amparo de la oscuridad y de la soledad que caracterizaba aquel rincón a espaldas del mundo. La Virgen sobrevivió hasta el mes de julio de 1936, cuando unas semanas después del alzamiento militar que provocó el comienzo de la guerra civil, la cavidad desapareció entre las llamas y no se supo nada más de la figura de la Virgen.
El callejón del Milagro se mantuvo fiel a su estilo durante décadas. Era un refugio donde los pocos vecinos que la habitaban vivían como si estuvieran en un pueblo, o en una isla. Por las mañanas, el silencio del lugar se rompía con las voces de los niños que estudiaban en el colegio de los Flechas Navales, que ocupaban uno de los edificios que daban al callejón.
Hasta los años sesenta, este escondido callejón gozó de vida propia y tuvo todas sus viviendas ocupadas antes de que las familias se buscaran otros destinos en calles más anchas y con viviendas modernas adaptadas a las nuevas condiciones de vida. En sus últimos tiempos de esplendor la calle del Milagro llegó a contar con cincuenta habitantes, entre los que estaba una ilustre vecina, María del Carmen Salmerón Baños, que era pariente de don Nicolás Salmerón y Alonso. Cuando la gente empezó a abandonar la calle, ella fue la única que se quedó y allí estuvo, refugiada como un anacoreta, hasta que hace dos años falleció.
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