Cuando de niños nos hacíamos una herida jugando en la calle recurríamos a la fórmula magistral de chuparnos la sangre para taponar el corte y acelerar la curación. La saliva era ‘mano de santo’ se decía, que traducido al lenguaje actual quería decir que tenía propiedades infalibles, que lo mismo te neutralizaba la sangre que te aliviaba el escozor de las rozaduras. Servía hasta como sustituto del jabón, así que cuando ibas por la calle con tu madre y te descubría que llevabas un churrete en la cara, la solución más rápida era mojar el pañuelo en saliva y dejártela niquelada.
Las madres recurrían al salivazo puro y duro cuando llegábamos a la casa con un bulto en la frente después de un golpe. Los chichones, que entonces formaban parte de la piel de los niños porque eran el pan nuestro de cada día, también respondían favorablemente a la terapia de la moneda de dos reales que colocada sobre el punto inflamado con su venda correspondiente frenaba el hinchazón en unos minutos.
Teníamos un manual de remedios que eran ‘mano de santo’ para aliviar cualquier mal que nos aquejara. Recuerdo que los adolescentes de mi generación venerábamos las pastillas de Glucoesport que vendían en las farmacias porque eran ‘mano de santo’ para el cansancio y para que al día siguiente de jugar un partido no sufriéramos tanto las malditas agujetas. Después, con los años, supimos que aquello era una carga brutal de azúcar que no tenía tantos beneficios como creíamos.
Otro recurso infalible era el de los orines cuando nos picaba una avispa y nos dejaba doloridos y con la piel inflamada. Había quién recurría a untarse con barro la zona afectada, pero lo mejor, lo que la rumorología consideraba ‘mano de santo’, era mearse en la tierra y restregarse con aquella pasta que tenía la cualidad de absorber el veneno que te había inoculado el himenóptero.
La comida también estaba dentro de lo que se consideraba ‘mano de santo’. Cuando atravesábamos por una gripe o nos pasábamos unos días convalecientes del sarampión o de las paperas, nuestras madres se empeñaban en que la mejor manera de curar los males era comiendo mucho. Si no teníamos apetito, que era lo normal después de una enfermedad, recurrían al método de la yema de huevo con un sorbo de vino Santa Catalina, que te endulzaba la terapia y te levantaba el ánimo. Nunca supe si aquel remedio me abría el apetito de verdad, de lo que estoy seguro es que me aflojaba las piernas ya la vez me ponía contento.
La mañana que nos levantábamos resfriados, antes de recurrir a la Aspirina o a la pastilla de Okal que entonces estaban de moda, experimentábamos con otro recurso de beneficios comprobados como era el vaso de leche muy caliente rematado con un chorro de coñac, que según decían los mayores, era ‘mano de santo’ para despejar las vías respiratorias y para limpiarse por dentro. El coñac y el anís seco se usaban también para los dolores de muelas en una época en la que a todo el mundo le dolían las muelas, ya que ir al dentista era un elitismo, al menos en mi barrio.
El día del resfriado, si nos atacaba la tos, el recurso más directo era el de los caramelos Pictolines, que eran milagrosos para la garganta, a la misma altura que la gaseosa de El Tigre para los empachos estomacales.
Los niños de aquella época teníamos nuestras fórmulas secretas, que también eran ‘mano de santo’ para aliviar los pequeños problemas que se nos presentaban a diario. Nos restregábamos varias cabezas de ajo por las manos para que no nos hicieran daño los palmetazos del maestro y nos frotábamos nuestro inmaculado pubis con tocino para acelerar el crecimiento del vello que tanto deseábamos.
El día en el que el más grande de nuestra calle se echaba el pantalón abajo para mostrar orgulloso su incipiente pelambrera a la concurrencia, cuando volvíamos a nuestras casas dejábamos la despensa limpia de tocino.
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