Sinesio Delgado era un galeno madrileño con nula vocación médica que prefirió ganarse la vida componiendo ripios y haciendo literatura de bolsillo en aquellas revistas ilustradas españolas de finales del XIX. Llegó a dirigir una de ellas, el Madrid Comico, durante quince años (1883-1898), convirtiéndola en la mejor publicación de humor de su tiempo. Fue también el fundador de la Sociedad de Autores y escribió varias novelas y obras de teatro donde dejó patente su espíritu aventajado defendiendo el voto femenino y un ejército profesional. Hasta que un día se hastió de despacho, de berrinches con la imprenta y con la censura de la Restauración y decidió echarse al monte como un bandolero ilustrado: dilucidó que iba a recorrer los caminos y los pueblos de España con la tenacidad de un Marco Polo; que iba a subirse a ferrocariles, barcos y tartanas para llegar a los rincones menos transitados por los viajeros románticos ingleses y franceses, quienes solo daban fe de lo exquisito, de las juergas sevillanas, de las murallas castellanas, de los pasiegos y de las sardanas; que dejaban testimonio relatado del topicazo ibérico pero no de lo sublime de la pequeñez, de los trajes campesinos, de la tierra labrada, de los obreros trazando caminos de tiro, del comercio, de las artes humildes, de las leyendas pueblerinas, de las fiestas modestas, del dolor rural, del fuego del hogar, del esparto y del higo chumbo.
Se embarcó el montaraz Sinesio, nacido en un pequeño pueblo de Madrid (Tamara de Campos) en esa epopeya homérica de recorrer los caminos más ajados y polvorientos de España, con el rento de su propio pecunio, una empresa que él mismo calificó de fútil y descabellada pero que a los ojos de su alma de narrador bohemio le parecía -como a Alonso Quijano cuando salió de su pueblo a deshacer entuertos- la más maravillosa y gigantesca que habían conocido los tiempos. Se hizo acompañar este galeno desertor de su amigo Ramón Cilla, un inteligente humorista gráfico, prudente en el consejo y firme en la amistad, con el que había trabajado en varios periódicos. Durante tres años (1897-1900) pisotearon aquel país de pandereta, de frascuelo y de maría, que hacía tiempo ya que había dejado de ser un imperio de Ultramar. Lo que surgió de la laboriosa pluma de Sinesio y de los proletarios dibujos e imágenes de Cilla, se publicó por entregas con deliciosa pulcritud en la revista El Madrid Cómico con la denominación de ‘Apuntes de viaje’.
Y uno de esos capítulo estuvo dedicado a la entonces cenicienta de España -Almería- puesto que más de narrar miserias que de grandezas era el propósito de los viajeros. No fueron los primeros ni los últimos -Sinesio y Cilla- los que arribaron con cuadernos y pluma de faisán a esta provincia áspera: ya lo hicieron antes que ellos Jerónimo Müncer, Pedro Antonio de Alarcón, Delamarre, Garzolini o Brenan, éste ultimo después, por enunciar solo algunos cronistas de viajes, pero quizá casi ninguno lo hizo con tanta minuciosidad, con tanta empatía, con tanta desenvoltura como esta pareja de periodistas venidos de la villa y corte que dedicaron tres años de su vida a dormir en deplorables jergones, en transitar lastimosos caminos y en probar desconsoladores almuerzos, que era lo que ofrecía la España de hace 120 años.
Por la provincia de Almería andurrearon en 1897 durante un par de semanas deslumbrados por el ocre del paisaje y la crudeza de la vida. Bajando de Alicante y Murcia, entraron por Huércal-Overa y lo primero que escribió Sinesio en las cuartillas dedicadas al capítulo de Almería fue: “El Gobierno de la Nación considera esta provincia como país extranjero”. Y lo argumentó en el hecho de que al llegar a la estación huercalense, un carabinero de Costas y Fronteras le obligó a abrir y mostrar el equipaje de su maleta, como si acaso escondiera encajes de Flandes o porcelana de Sevres. En esa población visitaron el mercado de cerdos, mulas y borriquillos, caracterizaron a gitanos, chalanes y comerciantes y opinaron que a las mujeres solo les faltaban babuchas para encajar en ese paisaje moruno de casitas blancas. Se hospedaron en la fonda de Alcaraz donde comieron gachas y visitaron el casino y asistieron al trance de un moribundo que tuvo que oír cómo antes de cerrar los ojos ya hicieron sonar las campanas por él, como si fuese ya difunto; a Vera llegaron en diligencia y se hospedaron en el Parador. Allí asistieron a una obra en el Teatro Cervantes y se entremezclaron con la gente en el mercado de las verduras, viendo cómo en las puertas de las casas emparradas algunas mujeres atrapaban las liendres en el pelo de los niños, quienes tenían la costumbre de comer tajadas de melón con limón. Observaron a mujeres ‘gitanazas casi negras’, con los ojos como carbones, con las faldas arremangadas en el lavadero. Viajaron a Sorbas en el coche correo tirado por seis mula con el auriga tocando una trompelilla. Allí se hospedaron en Venta Alegre, donde pernoctaron junto a pastores trashumantes en catres de tijera y compartieron achicoria junto a arrieros y mayorales.
Siete horas tardaron en diligencia desde Sorbas a Almería, entrando por la calle Granada, llenas de obreros y labradores, desembocando en el Paseo del Príncipe Alfonso, festoneado de árboles y de limpiabotas donde tomaron café en el Suizo frente el monumento a los Mártires y su octava real. Hasta que embarcaron en el San Fernando rumbo a Cartagena, entre familias que emprendían la emigración al Brasil o a la Argentina, entre reclutas de cupo destinados a la Guerra de Cuba, que desde la cubierta, con el vapor en marcha, mandaban besos a sus novias o recibían en sordina el mensaje de sus madres queridas, empequeñeciéndose en el muelle entre el vuelo de las gaviotas: “Manué... ¡que escribas!
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