Los churros de la señora Ángeles

Aprendió el oficio por necesidad, al terminar la guerra civil

Eduardo de Vicente
20:05 • 04 feb. 2024

Al terminar la guerra civil, con el hambre tocando en las puertas, la gente tuvo que buscarse la vida, a veces haciendo cursillos intensivos de supervivencia, aprendiendo oficios a marchas forzadas, trabajando en lo que les  iba saliendo.



Angeles Prieto nunca se podía imaginar que iba a terminar convirtiéndose en una maestra de la harina, el aceite hirviendo y los palillos. Se hizo churrera por necesidad, alentada y orientada por su suegra, Frasquita Salvador, una prestigiosa buñolera oriunda de Pechina, que le fue enseñando el oficio cuando la economía familiar estaba bajo mínimos. Ángeles no tenía otra salida que trabajar porque a su marido, Juan Escobar, que era carpintero, a veces le fallaba el trabajo, por lo que ambos tuvieron que echarse a las calles con el fogón, la paila y la jeringa de la masa. 



En sus comienzos se pusieron a fabricar y a vender churros con la autorización que les daba entonces el Ayuntamiento a los vendedores ambulantes, pero a partir de 1947, a raíz de la reorganización del grupo de churreros de Almería, tuvieron que legalizar su situación y pagar los impuestos correspondientes si querían tener derecho a los cupos de harina y aceite que el sindicato de la alimentación distribuía de forma racionada entre los profesionales del ramo. 



Ser churrero no era un oficio cómodo en aquellos años en los que escaseaba la materia prima y no sobraba el dinero en los bolsillos de los clientes. 



Había días que tenían vender fiado y mañanas en las que se ponían a calentar el aceite a escondidas porque la Fiscalía, que todo lo controlaba, no permitía que se hicieran churros en la calle antes de las ocho de la mañana. Una vez le impusieron una fuerte multa por este motivo, castigo que al final no tuvieron que pagar gracias a la mediación de uno de los hijos del matrimonio que había sido voluntario de la División Azul y tenía amistad con las autoridades. 



Hacer churros en la calle era un sacrificio constante. Cuando no aparecían los de la Fiscalía buscando alguna presa fácil eran los vecinos de la zona donde estuviera instalado el puesto los que les amargaban la vida. En septiembre de 1946, cuando el matrimonio amanecía fabricando porras en la esquina de la Rambla de Alfareros con la antigua calle de las Posadas, un inquilino de esa manzana los denunció mediante un escrito presentado en el Ayuntamiento en el que decía: “El olor penetrante del aceite es repugnante. De madrugada se empieza a encender el hornillo y el humo del carbón penetra en las habitaciones de las casas colindantes dejando las paredes negras”.



Angeles y Juan tuvieron que desmontar el puesto más de una vez y buscarse la vida en otras zonas del centro de la ciudad. Estuvieron instalados un tiempo en una cochera de caballos de la calle Tenor Iribarne y en un portal del sitio conocido como el Rinconcillo, en  la Plaza de Manuel Pérez.  Recorrían las pequeñas fiestas de los barrios pobres y cuando llegaba el mes de agosto ponían una barraca de madera en la Plaza Circular para aprovechar el tirón de la Feria. 



También trabajaban en su casa.  En el comedor colocaban el bidón con el combustible, encima la paila y allí mismo se ponían a traer churros al mundo. El matrimonio habitaba una humilde vivienda de la calle Jiménez, uno de esos callejones estrechos y antiguos que formaban una gran manzana entre la Plaza del Carmen y la calle Cádiz. Era una zona muy poblada, a medio camino entre el centro de la ciudad y el arrabal del Cerro de San Cristóbal. 


A comienzos de los años cincuenta la calle estaba habitada por más de setenta vecinos; tenía también uno de esos patios pintorescos que tanto abundaban en la ciudad antigua y que se fueron perdiendo cuando empezaron a construir los grandes bloques de edificios. Además de Angeles y de Juan, los churreros del barrio, en la calle vivían personajes muy conocidos en la ciudad como Antonio el colchonero, que fabricaba somieres de alambre; Juan Fenoy, que era una eminencia arreglando transistores, aunque terminó trabajando como conductor del camión de La Casera; Eloisa Salvador, una mujer medio ciega que vendía lotería y cupones de Iguales por las calles acompañada de un lazarillo; Luis Marín, un prestigioso ebanista que trabajó en la fábrica de La Valenciana, o Eduardo Ruiz, que se ganaba la vida en su casa planchando los trajes que hacían los sastres.


La calle y el patio Jiménez fueron un rincón olvidado en un barrio humilde. Allí casi todo llegó tarde: el alcantarillado, el asfalto del suelo y el alumbrado eléctrico. Hasta mediada la década de los cuarenta, los vecinos conocieron las viejas farolas de gas que se quedaron colgadas de las fachadas de las casas como reliquias de otro tiempo.


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