Los juegos que estaban prohibidos

Era una gran aventura subirse a la trasera de un coche de caballos y desafiar al auriga

Un grupo de niños y jóvenes del Barrio Alto tratando de subirse a la tabla trasera de un coche de caballos. Años 50.
Un grupo de niños y jóvenes del Barrio Alto tratando de subirse a la tabla trasera de un coche de caballos. Años 50.
Eduardo de Vicente
19:09 • 14 feb. 2024

Había una lista de juegos oficiales que aprendíamos en las casas, en el colegio y en la calle. Eran los juegos que socializaban, que ayudaban a que nuestra imaginación creciera, a desarrollar valores como el compañerismo y el esfuerzo y a saber perder cuando llegaba la hora de la derrota.



Debajo de estos juegos educativos, aparecían los otros juegos, los que íbamos aprendiendo en los bajos fondos de las plazoletas, los trancos y los solares de barrio, auténticos templos de la diversión callejera. Eran los juegos prohibidos, los que formaban parte de ese inventario de consejos que nos repetían las madres con el “eso no se hace, eso no se dice y eso no se toca”. Pero eran esos juegos, los que rozaban los límites establecidos, los que más nos gustaban, los que no hacían sentir una sensación distinta, la emoción de ir contra corriente.



Una de esas grandes aventuras que desafiaban las buenas costumbres era la de salir al paso de un coche de caballos y en un descuido del conductor saltar al abordaje y encaramarse en la tabla trasera.  Era una maniobra de riesgo, que requería habilidad, flexibilidad y una buena dosis de valentía, ya que casi siempre se ejecutaba con el coche en marcha para coger desprevenido al auriga. Allí iban los niños en grupo, disimulando ante la mirada del cochero, aguardando ese instante preciso para subirse al coche y darse un paseo gratis ante los ojos de admiración del resto de la pandilla. Los riesgos eran notables, ya que te podías caer en el salto o recibir una justa recompensa del conductor que no dudaba en emplear el látigo cuando descubría un polizón a bordo.



Otro juego clandestino era el de engancharse al camión que repartía la Coca Cola, que casi siempre encerraba una segunda intención. El objetivo de los niños no se reducía al placer de disfrutar de un paseo por las calles saludando al respetable sin que te viera el chófer, había quien iba también en busca del botín de beberse una botella de refresco gratis



Había quien jugaba a engancharse del camión de la regadora municipal, que era un gran aliado de los niños en las tardes de verano, cuando el coche pasaba mojando las calles para evitar que nos comiera el polvo. Se trataba de otro juego de riesgo, ya que el camión podía frenar de repente y provocar un accidente. Por eso el chófer procuraba ir despacio y de vez en cuando paraba el vehículo y se bajaba para inspeccionar la parte de atrás. Con la regadora los niños jugaban también a mojarse: le gritaban al chófer que le diera fuerza al chorro y la prueba consistía en tratar de esquivarlo. Se corría el riesgo de acabar empapado de pies a cabeza, lo que obligaba a la víctima a tener que reposar al sol durante media hora para secarse y que la madre no descubriera la aventura.



Otras veces tocaba jugar con el camión que iba repartiendo el agua de Araoz o la que traían de la sierra de Felix. Era un vehículo que llevaba un gran depósito detrás, con su grifo incorporado, al que el repartidor le enganchaba una manguera a la hora de llenar los depósitos de las tiendas. El juego consistía principalmente en sorprender al camión cuando estaba parado y encajar el hocico en el grifo para saciar la sed, sabiendo que si el jefe te sorprendía ‘in fraganti’ como mínimo te llevabas una suculenta patada en el trasero como recuerdo.



El único camión que respetábamos, al que nadie se enganchaba y del que salíamos huyendo cuando lo teníamos delante, era el camión de la basura, que iba dejando su rastro pestilente por las calles. Si estabas comiéndote el bocadillo en el tranco de tu casa y de pronto pasaba el camión de la basura te amargaba la merienda.



En esa retahíla de juegos poco recomendables, por los que tanto nos gustaba transitar a los niños, era muy común el inocente entretenimiento de tocar en las puertas del prójimo. Cuando en las casas predominaban los picaportes de hierro el juego te divertía, pero no tenía el glamour que tuvo después, cuando casi todo el mundo instaló un timbre moderno en la puerta de su vivienda. Tocar timbres era un auténtico placer. Era emocionante acercarse de puntillas al lugar del delito, mirar a un lado y a otro para que nadie te viera, y posar la yema del dedo sobre el botón elegido para escuchar aquel sonido que nos parecía música celestial y aquellas voces del propietario que al descubrir la broma se acordaba generosamente de todos nuestros difuntos.


Cuando empezamos a crecer y aquellas cándidas aventuras de tocar timbres y perseguir a la regadora se nos quedaron pequeñas, descubrimos el juego más prohibido de todos, el del beso a escondidas. Meterse en un portal oscuro con la vecina y probar por primera vez el elixir de unos labios recién estrenados superaba con creces a todas las emociones que habíamos sentido hasta entonces.


Temas relacionados

para ti

en destaque