Como del titular de arriba, uno no está convencido, les despacho otro aquí; “La historia de Pepe y Lola: 60 años de amor del bueno”; en realidad más que una crónica, esto es una sucesión de titulares; en realidad, esta crónica del día de San Valentín, oportunista como los bombones del escaparate de La Dulce Alianza, no tiene edad ni tiempo: es tan antigua como el hilo negro.
Todo empezó por unos ojos azules, todo dura ya seis décadas por unos ojos azules, “las peores son las de los ojos azules”, explicaba Borges a sus alumnos en Buenos Aires, quien se quedó sin ojos de tanto mirar libros y mujeres.
Este diario de Noah no tiene diario, pero sí tiene guion y mucho corazón: año 1964, un muchacho de Los Molinos estaba sentado en el tranco de una puerta y pasó ella con su tía. “Ese muchacho te está mirando mucho Lola”. Y ella se dio la vuelta con disimulo para ver si el muchacho la seguía mirando. La cosa entonces solo iba de mirar. El, Pepe, tenía 19 y ella 16. Ella era su primera novia y él su primer novio. Nunca tuvieron otro. Empezaron a ir a la terraza del cine del Juanico el de Alhama a bailar pasodobles y un día, muy serio, con brillantina en el pelo y betún en los zapatos, fue a pedirle relaciones al padre, Antonio el albañil. Él trabajaba de aprendiz de carpintero en el almacén de La Valenciana y ella seleccionaba pepitas de almendra en la fábrica de Los Catalanes, en Carretera de Ronda, como seleccionó a Pepe, espantando a otro pretendiente que la rondaba. Solían pasear por las tardes por el puente de Los Molinos -ese que ya no existe por el tren del progreso- y un día que se descuidó la carabina que era su cuñado Juanillo, le robó el primer beso (entonces los besos se robaban). Fue un beso casto, solo en los labios, que duró tres segundos, pero que entonces era como haberse acostado 20 veces. Para eso, para acostarse, tuvieron que esperar siete años de noviazgo, con la Mili de él por medio, en Alcalá de Henares. Hasta que llegó la noche de bodas en la casa que les hizo Durbán en la calle Pétalo. “Que si estaba nervioso?, un poco, entonces no se sabía tanto como ahora”. Era el 16 de agosto de 1970 y se acababan de casar en la Iglesia de San Antonio de Los Molinos: él, José Montesinos, el hijo de Paca la Vinatera y del cosario Montes, y ella, hija de Antonio y de Dolores la Picona, recibieron la bendición, pero sin la familia de la novia: “Mi suegra no me quería, creía que era un muerto de hambre, solo vino el padre porque era el padrino”. No hubo celebración, solo anís y garbanzos torraos y un viaje en tren a Barcelona a ver a la familia. “El día más feliz de nuestra vida no fue ese, fue cuando cogimos a nuestro hijo José, recién nacido en la Bola Azul, no hay emoción más grande en el mundo”.
Después vino la crianza y un nuevo nido de amor en una casita que se compraron en Bayárcal. Allí paseaban entre los castaños y encendían de noche la chimenea y todo lo demás; después vinieron las verbenas por San Antonio en Los Molinos con los discos de Manolo Escobar; las verbenas del Barrio Alto, con los garbanzos torraos del Manquillo y las medias lunas de Antonio Iglesias y los buñuelos en Níjar. “El día de San Valentín no se estilaba entonces, no sé quién era Cupido y sigo sin saberlo, no me hace falta”; después vino el día que murió Franco, el mismo que nació su segundo hijo y el Golpe de Estado. “Yo nunca tuve miedo, porque nunca me metí en política, solo mi trabajo, mi mujer y mis tres hijos”. Después se montó Pepe por su cuenta, con un taller en la plaza Béjar del Barrio Alto y se compró su primer coche. Y llegó el abono de los toros. “Íbamos a la feria, ella se ponía un clavel en el pelo, y yo mi chaqueta, y nuestra merienda, hemos sido más de toros que de fútbol, y del Cristo de la calle Soldado Español”.
Los años pasaron en ese hogar de Los Molinos, los hijos crecieron. Y Pepe y Lola cayeron un día en la cuenta de que habían envejecido, pero que seguían uno al lado del otro, como el primer día, como el día del flechazo en el tranco de la puerta. Los hijos ya se habían ido. Y Lola, la de los ojos azules, se quedó una madrugada con ellos en blanco. Entonces no había botones que tocar para que viniera una ambulancia. Pepe se asustó y con sus manos de fino carpintero la incorporó de ese primer ataque de epilepsia. Después fue acechando poco a poco el ogro del Alzheimer hasta que hubo que ingresar a Lola en la residencia del Zapillo. Y Pepe pensó: “Y qué hago yo aquí solo en mi casa”, acordándose de su mujer, de su novia, de su única novia, de su primer y único amor, de cuando el cura que los casó les dijo “en la salud y en la enfermedad”. Y se fue con ella, a dormir con ella en la misma habitación, a asearla con ayuda de las enfermeras, a darle la medicación, a llevarla al comedor a que le trituren la comida, a sacarla al sol frente al mar de Almería. “Que qué le regalo por su cumpleaños, le regalo besos, muchos besos (como El Canto del Loco), flores no, nunca le han gustado las flores a mi Lola”. Lleva Pepe el anillo de oro de la boda en el anular, el de él y el de ella, “por si se le pierde”. “Que qué películas nos gustaban, las de Sara Montiel, vimos El último cuplé 15 veces en el Hesperia”.
Hoy hay fiesta de San Valentín en el Centro de la Tercera Edad del Zapillo. Habrá música y baile. Pepe no comprará bombones para Lola ni medias lunas, ni buñuelos, pero le seguirá regalando besos, como el primer día, aunque ella no se dé cuenta (¿o sí?), aunque ella casi no lo reconozca cuando le mire con sus ojos azules, los mismos con los que lo miró aquella tarde de 1964 cuando él estaba sentado en el tranco de aquella puerta.
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