Los himnos de mi barrio eran las voces de los niños cuando tomaban las calles después del colegio, las coplas que cantaban las mujeres cuando subían a las azoteas a tender la ropa o a coser, el sonido de la radio que a primera hora de la tarde nos sacaba de la siesta con los discos dedicados.
El himno de mi barrio, como el de tantos otros de esta ciudad, era también la flauta del afilador que iba anunciando su llegada con aquella repetida melodía que se fue heredando de generación en generación; el pito del camión del repartidor del butano, que avisaba a las madres de su presencia con una sinfonía de claxon, y la voz rota de la vendedora del pescado cuando aparecía con las cestas de mimbre cargadas de sardinas y de jureles pregonando sus tesoros.
El himno de las calles era el de aquellos buhoneros de la pobreza que al grito de “la lana, el cobre” se llevaban de las casas los objetos que se habían ido quedando viejos: un colchón roto, una paraguas desvencijado, la cuna del último hijo que se quedaba arrinconada en el cuarto de los trastos o aquella muñeca a la que de tanto usarla se le había extraviado una pierna.
La bandera de mi barrio era la ropa tendida en las cuerdas de los terraos cuando el viento la iba moviendo dibujando formas llenas de vida. Los niños jugábamos a fisgonear en la azotea de la vecina porque nos gustaba contemplar el misterio de las prendas íntimas.
Las banderas de mi barrio eran los letreros de los comercios que nos acompañaban durante toda la vida, las tiendas cercanas donde podíamos comprar sin llevar dinero y donde los tenderos se iban haciendo viejos detrás del mostrador. Hoy no encuentro ni himnos ni banderas en mi barrio. Las voces de los niños se apagaron hace mucho tiempo y si los ves jugar lo hacen en lugares forzados bajo la estrecha vigilancia de los padres. Quizá, el único himno que queda es el de los vecinos rebeldes que pasan con los altavoces del coche a todo volumen y que sacan el equipo de la música a la puerta para marcar su territorio y molestar al de al lado. Ya no existe aquella vida vecinal que se generaba en las puertas de las casas cuando se salía a tomar el sol en invierno y el fresco en verano, cuando las madres podían dejar a sus hijos solos en la calle sin temor a que los atropellaran o a que les vendieran droga. No había otro miedo que el que se le tenía al hombre del saco, un mito que nos fueron transmitiendo desde la cuna y que nunca llegamos a conocer en persona. El único hombre del saco de verdad era el pobre que pasaba pidiendo de puerta en puerta y el trapero que recogía las cosas inservibles.
Existía una identidad de barrio, un carácter de patria que nos unía. Éramos de Almería, pero nuestro primer vínculo real de pertenencia fue nuestra calle y nuestro barrio, tan marcado que cuando salíamos de los límites conocidos nos sentíamos como si fuéramos extranjeros.
En nuestro barrio teníamos todo lo que necesitábamos para sobrevivir. Había colegios, había tiendas de comestibles, había plazuelas donde poder jugar libremente, solares para ponerse a salvo de la vigilancia de los mayores, una iglesia donde los domingos nos llenaban la conciencia de temores, una farmacia donde el mancebo sabía tanto o más que el médico y una novia imposible de la que nos enamorábamos colectivamente. Todos teníamos en nuestro barrio un carpintero fiel que acudía cuando se nos atrancaba la puerta; un fontanero que nos sacaba de cualquier apuro aunque fuera de noche, un ‘blanqueaor’ que cada año, por primavera, llegaba con la escalera, el cubo y la brocha para dejarnos la fachada como nueva.
Si se te iba la luz, en tu barrio siempre había un electricista ‘apaño’ y dispuesto que te arreglaba la avería a cambio de la voluntad. Todos teníamos un vecino que era albañil y nos repellaba la fachada y otro mecánico que en los ratos libres nos cambiaba la rueda de la bicicleta, nos ajustaba los radios y la dejaba flamante. Si tenías suerte y uno de tu calle tenía mano en el ayuntamiento, podías tener alguna posibilidad de que te metiera gratis en los Festivales de España o en una velada de boxeo de las que se organizaban en las naves municipales.
Antes de que aparecieran en escena los grandes bloques de pisos y nos invitaran a vivir de otra forma, las familias nacían y morían en su propio barrio. Recuerdo el caso de dos queridos vecinos de mi barrio, los hermanos Carmen y Antonio García Flores, que a finales de los años 60 dejaron su vivienda de siempre de la calle Campoamor por un piso moderno en el barrio de Los Molinos con vistas espectaculares, ascensor y un cuarto de baño de lujo. Buscaban el progreso de las nuevas construcciones sin valorar que dejaban atrás su casa vieja, pero también ese barrio de afectos y recuerdos que eran la columna vertebral de sus existencias.
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